1. NO

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No hay nada peor que no hacer nada.

El tren apareció en el horizonte y empezó a acercarse a la parada, haciendo rechinar el freno sobre las ruedas y transmitiéndome el zumbido a lo largo del metal. La gente de los andenes gritaba y corría hacia mí para realizar el heroísmo de su vida o para mancharse la cara de sangre. Que por qué había una mujer sentada en medio de las vías, con los pies cruzados tranquilamente y mirando hacia el vagón que se aproximaba a ciento ochenta kilómetros por hora. Que los suicidios estaban mal vistos en las paradas donde están los institutos. Que si te quieres matar hazlo, pero hazlo en silencio y sin molestar a la sociedad.

Pero no llegaron a tiempo... así que el tren se paró frente a mí, tal y como había previsto. Recuerdo la frialdad del metal tocando la punta de mi nariz.

¿A qué tanto alboroto? Los ferrocarriles tienen un mecanismo de frenada que se activa cuando el radar detecta la proximidad de una estación, por lo que el primer vagón siempre se detendrá en el mismo centímetro del andén. Ese día se me ocurrió apuntar ese centímetro con tiza y bajar a las vías cuando el tren estaba llegando. Estaba técnicamente a salvo, pero se suponía que mi sentido del peligro estaba diseñado para entender lo contrario.

No sentí nada.

La tranquilidad de mi propio corazón me resultó decepcionante. Entonces me levanté de las vías y me fui a mi casa. Poco después me enteré de que los trenes no frenan automáticamente y que podría haberme reventado contra el morro de la locomotora. Que todo fue casualidad y pericia del conductor.

Pero tampoco sentí nada.

Semejante derroche de imaginación me había dejado exhausta para el resto del día. Darme cuenta de que aquel intento por avivar un poco mis emociones había resultado un fracaso, me auguró otra temporada enterrada en el hoyo. La indiferencia era como un líquido ponzoñoso que impregnaba todos mis actos y contaminaba incluso aquellos que en algún momento me provocaron algún sentimiento, como abrazar a Pot o pisar una caca de perro.

Entrar en el bucle de la apatía era una lucha constante entre querer hacer algo y no tener ganas de hacer nada. La propia lucha me producía un hastío capaz de sentarme en el sofá durante horas y horas, mientras la televisión aumentaba mis grados de miopía sin engendrar un programa que me agradara realmente. El aburrimiento existencial que monopolizaba mi vida chocaba con un conformismo absoluto que, de vez en cuando, daba lugar a actividades raras como salir a la calle y entablar conversación con desconocidos.

—Hola.

El tipo alzó la vista y agitó la cabeza despacio. Era moreno y tenía los labios gordos como dos salchichas.

—¿Puedo sentarme? —pregunté, señalando el banco. Él se encogió de hombros.

Sus sobacos olían a sudor de latino, pero me senté a su lado con parsimonia y pegué mi pierna a la suya. Sí. Me agradaba sentarme junto a los desconocidos y pegar mi pierna a la suya. Cuando no la apartaban se convertía en un momento mágico, porque parecía que era un acuerdo mutuo sin necesidad de palabras y porque hoy en día nadie quiere compartir su espacio con un extraño.

Tampoco él quiso compartirlo y la apartó.

—¿Me dice cómo se llama? —pregunté con tono neutral.

—¿Por qué? —inquirió el sudamericano.

—Porque si no voy a tener que llamarle Tiraflechas y no quiero que me golpee —respondí.

El tipo me miró como si fuera a sacarme un hacha amazónica de un momento a otro, pero debió de leer la inocencia en mi cara y terminó por responder, con serenidad:

Paranoidd ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora