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La rabia y el pánico del moribundo
ermitaño adquirieron proporciones grotescas, dando la impresión de que fuera a quebrarse lo que quedaba de su debilitado físico, hasta que en un momento dado un espasmo le obligó a llevarse las manos a los ojos y precipitarse hacia el cuarto de baño. Salió de allí a tientas con el rostro
fuertemente vendado y ya no volví a ver sus ojos.

El frío reinante en la estancia empezó a disminuir de forma harto apreciable y a eso de las cinco de la mañana el doctor se retiró al cuarto de baño, al tiempo que me encargaba le procurase todo el hielo que pudiera conseguir en las tiendas y cafeterías abiertas durante la noche. Cada vez que regresaba da alguna de mis desalentadoras correrías y dejaba el botín delante de la puerta cerrada del baño, podía oír un incansable
chapoteo dentro y una voz ronca que gritaba "¡Más! ¡Más!".

Finalmente, amaneció un caluroso día, y las tiendas fueron abriendo una tras otra. Le pedí a Esteban que me ayudara en la búsqueda del hielo mientras yo me encargaba de conseguir el pistón. Pero, siguiendo las órdenes de su madre, el
muchacho se negó en redondo.

En última instancia, contraté los servicios de un haragán de
aspecto zarrapastroso a quien encontré en la esquina de la Octava Avenida, a fin de que le subiera al paciente hielo de una pequeña tienda en que le presenté, mientras yo me
entregaba con la mayor diligencia a la tarea de encontrar un pistón para la bomba y conseguir los servicios de unos obreros competentes que lo instalaran. La tarea parecía
interminable, y casi llegué a montar tan en cólera como mi ermitaño vecino al ver cómo transcurrían las horas yendo de acá para allá sin aliento y sin ingerir alimento alguno, tras mucho telefonear en vano e ir de un lado a otro en metro y automóvil. Serían las doce cuando muy lejos del centro encontré un almacén de repuestos donde tenían lo que
buscaba, y aproximadamente hora y media después llegaba a la pensión con el instrumental necesario y dos fornidos y avezados mecánicos. Había hecho todo lo que estaba en mi
mano, y sólo me quedaba esperar que llegase a tiempo.

Sin embargo, un indecible terror me había precedido. La casa estaba totalmente alborotada, y por encima del incesante parloteo de las atemorizadas voces pude oír a un hombre que rezaba con profunda voz de bajo. Algo diabólico flotaba en el
ambiente, y los huéspedes pasaban las cuentas de sus rosarios al llegar hasta ellos el olor que salía por debajo de la
atrancada puerta del doctor. Al parecer, el tipo que había
contratado salió precipitadamente dando histéricos alaridos al poco de regresar de su segundo viaje en busca de hielo: quizá se debiera todo a un exceso de curiosidad. En la precipitada huida no pudo, desde luego, cerrar la puerta tras de sí; pero lo cierto es que estaba cerrada y, a lo que parecía, desde el interior. Dentro no se oía el menor ruido, salvo un indefinible goteo lento y espeso.
Tras consultar brevemente con Mrs. Herrero y los obreros, no obstante el miedo que me tenía atenazado, opiné que lo mejor sería forzar la puerta; pero la patrona halló el modo de hacer girar la llave desde el exterior sirviéndose de un artilugio de
alambre. Con anterioridad, habíamos abierto las puertas del resto de las habitaciones de aquel ala del edificio, y otro tanto hicimos con todas las ventanas. A continuación, y protegidas las narices con pañuelos, penetramos temblando de miedo en
la hedionda habitación del doctor que, orientada al mediodía,
abrasaba con el caluroso sol de primeras horas de la tarde.

Una especie de rastro oscuro y viscoso llevaba desde la puerta abierta del cuarto de baño a la puerta de vestíbulo, y desde aquí al escritorio, donde se había formado un horrible
charco. Encima de la mesa había un trozo de papel, garrapateado a lápiz por una repulsiva y ciega mano,
terriblemente manchado, también, al parecer, por las mismas garras que trazaron apresuradamente las últimas palabras. El rastro llevaba hasta el sofá en donde finalizaba
inexplicablemente.

Lo que había, o hubo, en el sofá es algo que no puedo ni me atrevo a decir aquí. Pero esto es lo que, en medio de un estremecimiento general, descifré del pringoso y
embardunado papel, antes de sacar una cerilla y prenderla fuego hasta quedar sólo una pavesa, lo que conseguí descifrar aterrorizado mientras la patrona y los dos mecánicos salían disparados de aquel infernal lugar hacia la comisaría más
próxima para balbucear sus incoherentes historias. Las
nauseabundas palabras resultaban poco menos que increíbles en aquella amarillenta luz solar, con el estruendo de los coches y camiones que subían tumultuosamente de la
abigarrada Calle Catorce..., pero debo confesar que en aquel momento creí lo que decían. Si las creo ahora es algo que sinceramente ignoro. Hay cosas acerca de las cuales es mejor
no especular, y todo lo que puedo decir es que no soporto lo más mínimo el olor a amoníaco y que me siento desfallecer ante una corriente de aire excesivamente frío.

- Ha llegado el final - rezaban aquellos hediondos garrapatos

-. No queda hielo... El hombre ha lanzado una mirada y ha
salido corriendo. El calor aumenta por momentos, y los tejidos no pueden resistir. Me imagino que lo sabe... lo que dije sobre la voluntad, los nervios y la conservación del
cuerpo una vez que han dejado de funcionar los órganos.

Como teoría era buena, pero no podía mantenerse indefinidamente. No conté con el deterioro gradual. El doctor Torres lo sabía, pero murió de la impresión. No fue capaz de
soportar lo que hubo de hacer: tuvo que introducirme en un lugar extraño y oscuro, cuando hizo caso a lo que le pedía en mi carta, y logró curarme. Los órganos no volvieron a
funcionar. Tenía que hacerse a mi manera - conservación artificial - pues, ¿comprende?, yo fallecí en aquel entonces, hace ya dieciocho años.

AIRE FRÍO (LOVECRAFT)Opowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz