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Debo añadir que me encontraba
ya casi completamente curado de mi dolencia, gracias a sus acertados remedios. Al parecer, el doctor Muñoz no desdeñaba los conjuros de los medievalistas, pues creía que aquellas fórmulas crípticas contenían raros estímulos psicológicos que bien podrían tener efectos indecibles sobre la sustancia de un sistema nervioso en el que ya no se dieran pulsaciones orgánicas. Me impresionó grandemente lo que me contó del anciano doctor Torres, de Valencia, con quien realizó sus primeros experimentos y que le atendió a él en el curso de la grave enfermedad que padeció 18 años atrás, y de la que procedían sus actuales trastornos, al poco tiempo de salvar a su colega, el anciano médico sucumbió víctima de la gran tensión nerviosa a que se vió sometido, pues el doctor Muñoz me susurró claramente al oído - aunque no con detalle - que los métodos de curación empleados habían sido de todo punto excepcionales, con terapéuticas que no serían
seguramente del agrado de los galenos de cuño tradicional y
conservador.

A medida que transcurrían las semanas, observé con dolor que el aspecto físico de mi amigo iba desmejorándose, lenta pero irreversiblemente, tal como me había dicho Mrs. Herrero. Se intensificó el lívido aspecto de su semblante, su
voz se hizo más hueca e indistinta, sus movimientos musculares perdían coordinación de día en día y su cerebro y voluntad desplegaban menos flexibilidad e iniciativa. El
doctor Muñoz parecía darse perfecta cuenta de tan lamentable empeoramiento, y poco a poco su expresión y conversación fueron adquiriendo un matiz de horrible ironía que me hizo recobrar algo de la indefinida repugnancia que
experimenté al conocerle. El doctor Muñoz adquirió con el tiempo extraños caprichos, aficionándose a las especias exóticas y al incienso egipcio, hasta el punto de que su
habitación se impregnó de un olor semejante al de la tumba de un faraón enterrado en el Valle de los Reyes. Al mismo tiempo, su necesidad de aire frío fue en aumento, y, con mi
ayuda, amplió los conductos de amoníaco de su habitación y
transformó las bombas y sistemas de alimentación de la máquina de refrigeración hasta lograr que la temperatura descendiera a un punto entre uno y cuatro grados, y,
finalmente, incluso a dos bajo cero; el cuarto de baño y el laboratorio conservaban una temperatura algo más alta, a fin de que el agua no se helara y pudieran darse los procesos
químicos. El huésped que habitaba en la habitación contigua se quejó del aire glacial que se filtraba a través de la puerta de comunicación, así que tuve que ayudar al doctor a poner
unos tupidos cortinajes para solucionar el problema. Una especie de creciente horror, desmedido y morboso, pareció apoderarse de él. No cesaba de hablar de la muerte, pero estallaba en sordas risas cuando, en le curso de la conversación, se aludía con suma delicadeza a cosas como los preparativos para el entierro o los funerales.

Con el tiempo, el doctor acabó convirtiéndose en una
desconcertante y hasta desagradable compañía. Pero, en mi gratitud por haberme curado, no podía abandonarle en manos de los extraños que le rodeaban, así que tuve buen cuidado de limpiar su habitación y atenderle en sus necesidades cotidianas, embutido en un grueso gabán que me compré
especialmente para tal fin. Asimismo, le hacía el grueso de sus compras, aunque no salía de mi estupor ante algunos de los artículos que me encargaba comprar en las farmacias y almacenes de productos químicos.
Una creciente e indefinible atmósfera de pánico parecía desprenderse de su estancia. La casa entera, como ya he
dicho, despedía un olor a humedad; pero el olor de las habitaciones del doctor Muñoz era aún peor, y, no obstante las especias, el incienso y el acre, perfume de los productos
químicos de los ahora incesantes baños - que insistía en tomar sin ayuda alguna -, comprendí que aquel olor debía guardar relación con su enfermedad, y me estremecí al pensar cual podría ser. Mrs. Herrero se santiguaba cada vez que se
cruzaba con él, y finalmente lo abandonó por entero en mis
manos, no dejando siquiera que su hijo Esteban siguiese
haciéndole los recados. Cuando yo le sugería la conveniencia de avisar a otro médico, el paciente montaba en el máximo estado de cólera que parecía atreverse a alcanzar. Temía sin duda el efecto físico de una violenta emoción, pero su
voluntad y coraje crecían en lugar de menguar, negándose a meterse en la cama. La lasitud de los primeros días de su enfermedad dio paso a un retorno de su vehemente ánimo,
hasta el punto de que parecía desafiar a gritos al demonio de la muerte aun cuando corriese el riesgo de que el tradicional enemigo se apoderase de él. Dejó prácticamente de comer,
algo que curiosamente siempre dio la impresión de ser una formalidad en él, y sólo la energía mental que le restaba parecía librarle del colapso definitivo.

Adquirió la costumbre de escribir largos documentos, que sellaba con cuidado y llenaba de instrucciones para que a su muerte los remitiera yo a sus destinatarios. Estos eran en su
mayoría de las Indias Occidentales, pero entre ellos se encontraba un médico francés famoso en otro tiempo y al que ahora se daba por muerto, y del que se decían las cosas más increíbles. Pero lo que hice en realidad, fue quemar todos los
documentos antes de enviarlos o abrirlos. El aspecto y la voz del doctor Muñoz se volvieron absolutamente espantosos y su presencia casi insoportable. Un día de septiembre, una inesperada mirada suscitó una crisis epiléptica en un hombre
que había venido a reparar la lámpara eléctrica de su mesa de
trabajo, ataque éste del que se recuperó gracias a las indicaciones del doctor mientras se mantenía lejos de su vista. Aquel hombre, harto sorprendentemente, había vivido
los horrores de la gran guerra sin sufrir tamaña sensación de terror.

Un día, a mediados de octubre, sobrevino el horror de los horrores de forma pasmosamente repentina. Una noche, a eso de las once, se rompió la bomba de la máquina de
refrigeración, por lo que pasadas tres horas resultó imposible mantener el proceso de enfriamiento del amoníaco. El doctor Muñoz me avisó dando golpes en el suelo, y yo hice lo
imposible por repara la avería, mientras mi vecino no cesaba de lanzar imprecaciones en una voz tan exánime y espeluznantemente hueca que excede toda posible
descripción. Mis esfuerzos de aficionado, empero, resultaron
inútiles; y cuando al cabo de un rato me presenté con un mecánico de un garaje nocturno cercano, comprobamos que nada podía hacerse hasta la mañana siguiente, pues hacía falta un nuevo pistón.

AIRE FRÍO (LOVECRAFT)Where stories live. Discover now