Epílogo

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La inspectora leía el historial del caso que había sacado de un sobre color manila. Quería estar segura de que tenía todos los detalles antes de afrontar aquel terrible interrogatorio.

Ojalá hubiera podido hacer algo antes. Pero habían sido superados desde el primer día. «De otra forma no habría más de cien cadáveres sobre mis hombros», pensó atribulada. No había sentido tal impotencia desde su niñez. Y habría esperado no encontrarse con un caso así, nunca: ciento ocho cadáveres de hombres y mujeres asesinados de las más diversas formas por toda la provincia de Málaga. Varios de ellos habían sido encontrados en un avanzado estado de descomposición. «¿Cuántos más habría por descubrir?». La incertidumbre la tenía preocupada y tras el pensamiento, un escalofrío recorrió todo su cuerpo.

Sin duda alguna era el asesino en serie más exitoso del país. Quién sabe si no compartiría ranking con Luis Garavito, tristemente conocido como La Bestia. Aquel violador y asesino de niños de origen colombiano tenía ciento treinta y ocho víctimas conocidas, aunque se estimaba que ese número pudiera superar las cuatrocientas. «Cada vez entiendo más a Dios», reflexionó mientras recordaba la causa del Diluvio Universal. ¿Era posible que el ser humano moderno no hubiera alcanzado aún aquellas cotas de perversión? «Si todavía falta más desprecio por la vida, no quiero ser testigo de ello».

Lo que resultaba insólito era saber que aquella persona se había entregado voluntariamente. Había aparecido hacía unos pocos minutos en la comisaría con las manos llenas de sangre y una sonrisa tan perturbadora que la acompañaría hasta la muerte.

Ella no era una mujer que pudiera asustarse fácilmente. Pocas cosas podrían provocar tal efecto teniendo en cuenta su background. «Esos ojos...». No había visto locura en ellos como podría haber esperado. Alguien con tanto desprecio por el ser humano debería de haber perdido el juicio. Pero parecía alguien bastante cuerdo. ¡No sabía qué era peor!

Abrió la puerta de la sala, mientras repartía miradas entre el informe y quien ocupaba la silla, incapaz de moverse por las esposas que aprisionaban sus muñecas sobre la mesa. La inspectora no cabía en su asombro. Esta deleznable persona miraba a su alrededor como si fuera un turista en un museo. No podía creer que con aquel aspecto tan indefenso hubiera sido capaz de producir todo el dolor que había ocasionado a sus víctimas.

Revisó de nuevo el listado de ellas ordenadas por nombre, edad, sexo y ocupación. Había un patrón que habían tardado bastante tiempo en reconocer. Lo único que había descubierto desde el primer momento, era que todos tenían hijos. Pero eso podría haber sido fruto de la casualidad, más que un filtro para buscar objetivos.

Finalmente, tras revisar todo lo que habían cosechado sobre las víctimas, podían constatar que: las mujeres eran todas adulteras y los hombres estaban relacionados con los distintos niveles de la cadena de abastecimiento de drogas en la provincia.

Tal vez fuera por eso que se había entregado. Además de tener a la policía tras sus huellas, el crimen organizado había puesto precio a su cabeza. Pero ¿cuán segura estaba ella allí? No podría pretender que en la cárcel nadie atentara contra su integridad. Siempre, por muy aislada que estuviera, alguien podría llegar a ella y acuchillarla mientras dormía, comía o se duchaba. Los funcionarios de prisiones tampoco moverían un dedo por salvarla. «¿Qué pretendes?», se preguntó atribulada.

Retiró la silla metálica y tomó asiento mientras miraba directamente a los ojos de aquella mujer. Eran de un tono azul, particularmente embriagador. Muy atractivos. Y sin embargo, tras ellos, se escondía un insondable infierno.

—Estaba esperándote, inspectora —dijo con un tono de voz como el de una enamorada a su novio—. Nos espera una noche muy larga.

Un escalofrío recorrió su cuerpo.

—Buenas noches, Jimena. ¿Te puedo ofrecer algo?

—Sólo un vaso decerveza.

Sólo Un Vaso de Cerveza MásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora