Capítulo 2

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El nuevo día llegó con esa hermosa y deprimente luz que achinaba sus ojos y no calmaba su dolor de cabeza. Un bucólico día de primavera que él no iba a disfrutar. No tenía el ánimo ni la intención.

Recuperó su móvil para ver la hora. Desde luego no para ver las llamadas perdidas o los mensajes de alguien que pudiera estar interesado en él. «A nadie le importo». Él sabía que se lo había ganado a pulso. Años de desinterés y egoísmo por una existencia en la que sólo había conocido la importancia del yo sobre todas las cosas.

Por mucho que quisiera no podría culpar a sus malos padres. Una crianza de mierda cimentada en preconceptos antediluvianos, mentiras, violencia, insultos y un insano amor al dinero.

Se había prometido que cambiaría, que no seguiría esos pasos; pero había sido más fácil decirlo que hacerlo. Estaba maldito. Al igual que cualquier otro pobre imbécil que se hubiera juntado con él.

Había noches que se preguntaba si su mujer estaría viva si no se hubiera casado con él. «De seguro. Soy como aquel tío que todo lo que toca lo pudre». Estrelló el vaso, con la espuma seca contra la pared, por no recordar el nombre del personaje en cuestión.

Volvió a mirar el móvil. No recordaba la hora que era. Y eso que la había visto hacía unos pocos segundos. ¿O habían sido horas? Eran seis minutos pasados las doce. No estaba seguro si había madrugado o recién se levantaba. «Me estoy volviendo como una puta cabra», dijo para sí.

Repasó su plan para aquel día: levantarse, agarrar una cerveza de su oxidada y cuasi vacía nevera y gastarla. Todo eso repetido en un bucle infinito hasta que su cuerpo no aguantara más. Y cada vez se lo ponía más difícil al alcohol. Su tolerancia se incrementaba como su miseria.

—¿Es esto lo que soy? —se preguntó mirándose las manos arrugadas, sucias y gastadas—. Un execrable criminal.

Si no hubiese pensado que robando podría haber conseguido el dinero que su esposa necesitaba para el tratamiento, tal vez no estaría así. «Ella estaría aquí, a mi lado. Soñando y dándome la esperanza que no me merezco».

—¡Quién coño puede juzgarme! —exclamó enojado.

Nadie que compartiera el mismo edificio se atrevería a hacerlo. Eran iguales o peores que él. Aunque eso no lo consolaba a la hora de dormir. «Si es que a lo que hago se le puede llamar así». Cambiaba un estado de relativa conciencia en la realidad, por uno de tránsito en el mundo onírico de sus experiencias ominosas. No quería estar ninguno de ellos.

Escuchó de fondo al vecino poniendo a todo volumen un tema deprimente de Lana del Rey. «Puta traumatizada», pensó mientras escuchaba los primeros acordes del tema. ¿Cómo alguien podía escuchar eso todo el día? ¿No le bastaba a ese infeliz su vida como para buscar más motivos para hundirse más en la desdicha?

Por fin decidió dejar su solitario lecho. Se acercó al escritorio que alguna que otra vez había usado su mujer, cuando podía mantenerse sentada, para crear esos mundos hermosos en sus novelas. Ya nadie podría disfrutarlas. Ni siquiera él. No se sentía digno después de haberlas ignorado por tanto tiempo. Sería insultarla más de lo que ya había hecho cuando la había tenido a su lado.

Abrió el cajón con muchos folios apilados, donde la caligrafía delicada y preciosa de su mujer los salvaba de la mediocridad. Letras redonditas que contaban la historia de parejas de ensueño, con ocurrentes anotaciones en otro color. Amores eternos surgidos de aventuras extraordinarias. Un claro reflejo de todo lo que ella anhelaba y él no había sido capaz de darle. «¡No! Eso no es verdad». Que él no había querido darle.

Sobre ellos, descansaba un viejo revólver. En la recámara había una bala que había estado esperando por ese día.

Sólo Un Vaso de Cerveza MásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora