La terraza

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»Cuando eres adolescente tienes demasiado tiempo libre. Cuando tienes demasiado tiempo libre tiendes a malpegarte con cualquier cosa. Yo estaba malpegada con enviarle cartas al anónimo patriota. Claudia creía que el juego ya había terminado, pero lo cierto es que apenas comenzaba. Desde que había tomado la decisión de hacerle llegar a Santi una última carta, mi mente trazaba planes estúpidos con una rapidez increíble.

«Santi». ¿Me han oído? Es que ya hasta le tenía un apelativo de lo asiduo que se habían vuelto nuestros intercambios. No se suponía que eso debía pasar. Me había metido en un problema de proporciones inimaginables. Por intentar joderle la vida al carajito, había terminado jodiéndome yo, qué ironía. No querer dejar de escribirme con Santiago suponía demasiado drama adolescente, pero lo cierto es que había valido la pena. Por el camino, había descubierto que muchas de sus aficiones y gustos interesantes se escondían tras la fachada de idiota insufrible que mostraba al mundo; en realidad era una persona bastante simpática y graciosa cuando se cruzaba ese umbral.

Los últimos días me habían convertido en una paranoica. Con el asunto de la graduación, la posterior fiesta, el crucero que Claudia y yo haríamos por el Caribe... Ay, yo me estaba volviendo loca. ¿Les había contado que había escrito una última carta para el anónimo patriota? «Revisa ahí si les había contado esa parte...» Ah, sí, sí se las había contado.

Es que se los juro, siquiera pensar en esos días aún logra alterarme los nervios. Uy, mejor ni se diga cuando en medio del acto de graduación me dieron unas ganas incontrolables de vomitar. Les doy un consejo de vida: comer hamburguesas en un puesto callejero porque vas tarde a un sitio no es una buena idea. Más si son personas de estómago sensible como yo.

De cualquier forma, no se preocupen demasiado: al final resultó todo una falsa alarma producto de la anticipación que me provocaba que faltaran menos de cinco personas para que me llamaran a mí. «Klaudia Macchia, tiene diecisiete años y va a estudiar Letras en la Universidad Central». Me pude haber echado a llorar ahí mismo cuando la Madre Matilda me entregó mi diploma y los aplausos, un poco ladillados y forzados, de parte de mis compañeros se escucharon de fondo. Hasta le di un abrazo a esa vieja condenada que se había pasado cinco años completos jodiéndome la vida por siempre llegar tarde a clases. Incluso eso lo iba a extrañar.

Yo porque soy de esas lloronas que tratan de dárselas de dura no boté ni una lágrima y me mantuve regia durante casi todo el acto. Sin embargo, cuando el himno del colegio comenzó a sonar por los altavoces del auditorio, la emotividad pudo conmigo. No sé por qué mi mirada buscó en las filas traseras cierta cabellera rizada que tan bien conocía. No tardé mucho en encontrar a Santiago y noté que se frotaba el rostro con insistencia e intentaba ocultar la humedad de sus mejillas.

Me asustó un poco que nuestros ojos se cruzaran en el momento en el que él alzó la vista, pero me alivió que me sonriera en respuesta de haberme encontrado mirándolo. Era como si pudiésemos comunicarnos en la distancia. Entendía a la perfección lo que me quería decir con ese gesto: dolía mucho; crecer dolía y daba miedo.

Klaudia con KDonde viven las historias. Descúbrelo ahora