Chewin' Gum

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»Para ese entonces tenía diecisiete años y estaba por terminar el bachillerato. Pasa que en los cursos pequeños, como era el caso del mío, cuando falta poco para la graduación llega un punto en el que todo el mundo está harto de todo el mundo. Es una relación amor-odio muy tórrida, porque en el fondo de tu mente estás clara de que extrañarás a todos esos pendejos con los que compartiste una etapa tan importante de tu vida; pero ya estás hasta el culo: quieres graduarte, dejar de usar esas faldas horribles del uniforme, teñirte el pelo, hacerte perforaciones y librarte del yugo de la Madre Matilda. O cualquiera que sea la monja que dirige tu colegio.... No importa, esas viejas joden bastante y ese es mi punto.

La escuela es un mundo pequeño pero muy variopinto; no todos tus compañeros tienen que caerte bien. Te explicaré un poco la clasificación: están tus panas (1), los que trabajan contigo en las exposiciones, los que no soportas y aun así saludas con una sonrisa hipócrita porque siempre te ayudan en matemáticas y los que ni siquiera te tomas la molestia de fingir que soportas. En mi vida escolar, el único que entraba en ese último grupo era Santiago. Ese carajito infeliz de lengua afilada y carácter misántropo era una de las pocas personas a las que hubiese lanzado al metro sin remordimientos si no hubiese pensado en lo feo que quedaría que llamaran a nuestra promoción como él. Ni para tener un nombre decente servía.

Si la antipatía tuviera un nombre humano, se llamaría Santiago. El chamo (2) era un insoportable; siempre tenía algún comentario sarcástico esperando salir ante cualquiera que diera su opinión con respecto a un tema que él considerada «no apto para idiotas que vivían bajo el dominio de la globalización». Si tú le decías lo genial que te había parecido tal película de Tarantino, te comenzaba a hablar paja, con palabras que parecían no existir de lo raras que eran, reclamándote que en el país habían suficientes filmes de calidad como para que fueses a buscar darle más fama a las macroindustrias capitalistas que dominaban al mundo (ese era medio chavista, si me lo preguntas (3)). Incluso, cuando estaba aburrido y veía que la gente comulgaba en algo con su nacionalismo absurdo, se ponía a contradecir sus propios argumentos sólo por el placer ilógico que le provocaba buscar peos. Una ladilla(4) con todas las letras, les digo.

Esa era la razón por la que hacer un taller de literatura con él era la muerte. El profesor sostenía el argumento de que obligándonos a emparejarnos con alguien que tuviera las mismas notas que nosotros se aseguraba que nadie trabajara más que nadie. Santiago y yo éramos los únicos que tenían puros veintes en la materia, así que era inevitable que tuviésemos que convivir durante casi todas las clases de literatura. Es que ustedes no comprenden el drama de mi vida: esa mierda estaba arruinando la única materia por la que yo sentía verdadero placer en el mundo.

Para mí, aquel chico me odiaba un poquito más que a todos porque era rubia y tenía ascendencia italiana. ¡Y yo qué iba a tener la culpa de que la Segunda Guerra Mundial hubiese traído una migración masiva a Latinoamérica! Pues a Santiago le tocaba muchas sensibilidades y me trataba de catira e italianita para abajo. Cuando le decía mis sugerencias para el trabajo de literatura, me contestaba con tono condescendiente o se limitaba a dirigirme un gruñido de confirmación.

Yo porque era educada, buena persona, burda de pana y además una dama, no le decía nada, pero ganas no me faltaban...

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Le diste una patada en las bolas cuando estabas en séptimo grado, Klaudia. Quizá por eso te odiaba.

—¿Qué dijimos de no interrumpir la narración? —resopla ella en respuesta—. Voy por la mejor parte, haz el favor de callarte la boca.

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»Ajá, entonces Santiago era el que escribía en nuestros talleres porque su letra era mucho más linda que la mía. Tenía letra de niña, ¿sabes? Como si hubiese pasado toda su infancia haciendo esos libritos de caligrafía palmer que tanto jodían la existencia. Además, siempre escribía en esas hojas como amarillentas que parecían un pergamino con una pluma como marca de agua en una esquina. A mí tanto refinamiento me ponía de los nervios. Aquel día de marzo en especial, cuando al finalizar el taller me di cuenta de que se había tomado la tarea de firmar por mí, cosa que nunca hacía. Y ni siquiera había firmado bien. Vaya idiota.

—Has puesto mal mi nombre —decidí decirle con toda la amabilidad que era capaz de reunir—. Es con «K».

—Tu madre ha escrito mal tu nombre —fue la respuesta que me dio antes de ponerse de pie y recorrer el espacio que lo separaba del escritorio del profesor para entregarle la hoja del taller que habíamos hecho.

Un «Claudia Macchia» escrito en negra sobresalía en la primera línea. Ese mamagüevo (5).

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1.Tus amigos.

2.El chico.

3.No se arrechen, chamos, Klaudia es la que no quería al comandante eterno, no yo.

4.Un tremendo dolor de culo.

5.Es un insulto. O sea, se usa para todo e incluso en femenino ("mamagüeva"). El significado es evidente si separas las dos palabras, pero se ha desvirtuado bastante.


Klaudia con KDonde viven las historias. Descúbrelo ahora