La llama

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«Originales, internacionales delincuentes profesionales.

Los entendidos del ambiente».

»Ustedes no han vivido lo suficiente hasta que no ven a su némesis escolar moviendo las manos y gritando como una histérica cuando tres tipos con gorras planas y pantalones de esos que, como diría mi abuelita, sólo los usan los muchachos indecentes que quieren ir por la vida mostrando el culo.

«Llegaron los anormales, ¡presente!

¿Qué pasa, mi gente?

Súbanme las manos».

Virgen santísima. A Santiago le gustaba el rap venezolano. Pero qué vaina tan fuerte verlo cantando las canciones de los Tres Dueños con una devoción casi sagrada. Sí saben que el Hip-hop es un género autóctono de Estados Unidos surgido en los años setenta, ¿cierto? Porque es que yo todavía necesito recalcar este punto mientras cuento la historia para que comprendan lo impresionada que estaba al contemplar tantas contradicciones paralizantes en una sola persona. Se los juro, si Santiago volvía a hablarme el lunes de Aldemaro Romero, Alfredo Sadel y Simón Díaz como exponentes musicales del nacionalismo que tanto amaba me iba a cagar de la risa en su cara.


—Todo el mundo tiene alguna afición cuestionable en la vida, Klaudia —llegó a comentarme mientras un «Mueve el culo como gelatina» sonaba de fondo—. Eso de sentir atracción hacia la decadencia humana me parece algo inevitable. La vaina es admitir que tienes unos gustos de mierda, que el hecho de que algo te guste y que les guste a muchas personas no significa que sea bueno. Si no eres sincero contigo mismo, terminarás calificando a Coelho como el mejor escritor de nuestros tiempos y estarás muy jodido.

De pana y todo, este carajito sí inventaba vainas. Llegó un punto en el que sus elocuencias no hacían más que causarme muchísima risa. O sea, que sí, que Santiago me pareció gracioso en algún punto de la noche. Aunque quizá tenía que ver con que iba por la cuarta cerveza y las cosas con alcohol siempre son más hilarantes de lo que parecen.

No se crean que me había olvidado del asunto de las cartas. De hecho, vi cierto intercambio cuando nos encontramos a Claudia dentro del bar que me pareció digno de sospecha. Como unas miraditas de más mientras mi amiga estaba distraída y el hecho de que se ofreciera a pagarnos las birras.

Para ser sinceros, justo en ese momento me estaba comenzando a sentir culpable porque estaba pasándola muchísimo mejor de lo que pensé que pudiera pasarla en compañía de una persona tan indeseable como el anónimo patriótico (Claudia y yo no escatimábamos en sobrenombres desde que supimos quién enviaba las cartas). Aunque, vamos a darle crédito al chamo, no se portó para nada mal. Se guardó sus comentarios chocantes mientras yo tenía mi momento de fanática desquiciada con Caramelos de Cianuro y hasta terminó coreando conmigo «Música de Paz» cuando Papashanty salió al escenario.

Ese día me di cuenta cuenta de que Santiago podía ser buena gente cuando quería. El problema era que el muy imbécil no quería nunca. Ah, y si quieren saberlo: por supuesto que no iba a dejar de contestarle sus cursis misivas, la culpa de estar engañándolo no podía conmigo por más drama adolescente que eso pudiera traer al final cuando todo se descubriera.

Yo había vivía para el drama y el drama vivía para mí. No olviden esa frase mientras les sigo contando qué pasó luego.

Klaudia con KDonde viven las historias. Descúbrelo ahora