• PRÓLOGO •

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Tres hombres armados recorrían los suburbios de la ciudad, intentando dar caza a un joven de piel pálida y cabello negro. Más les valía llevar su cabeza a la sede antes de que fuera de día, porque el jefe nunca había tolerado que no se cumplieran sus órdenes. Madara Uchiha les había asignado la misión específica de eliminar a su sobrino, Sasuke Uchiha. No necesitó dar un porqué, pues nadie le cuestionaba nada. Simplemente se hacía lo que pedía y punto, siempre había sido así. Si él quería que te tiraras de un acantilado, lo hacías, y fin de la historia. No ponías objeciones, ni preguntabas nada, mucho menos te resistías; porque él tenía el poder de pegarte un balazo ahí mismo, sin que hubiera ningún tipo de represalias. Él, por supuesto, no sentiría ningún remordimiento, ni siquiera le preocuparía en lo mas mínimo perder a un elemento, por muy bueno que fueses.

-Los empleados van y vienen.-  decía el mismo Madara. -Se compran, a cambio de silencio.

-¡Ahí está! ¡Tras él! -gritó uno de ellos de pronto, alertando a su objetivo, quien emprendió huida.

-¡Vuelve aquí, maldito! - otro sacó una pistola y no dudó en disparar. No había acertado, pero los demás siguieron su ejemplo. Uno de ellos logró darle en el hombro izquierdo, pero el Uchiha corrió aún más rápido.

-¡Vayanse a la mierda! -les gritó el perseguido. Sacó también una pistola semiautomática y trató de acertar a cualquiera de los tipos que lo estaban persiguiendo, pero su hombro herido no lo dejó.

Así siguieron en la cacería durante un rato más, corriendo entre los callejones, hasta que, al fin, Sasuke logró perderlos. El dolor de su herida se hacía cada vez más intenso, esa adrenalina que en su momento le había servido de anestesia había empezado a esfumarse.

Por más que presionaba su hombro, la sangre seguía manchando su ropa. Y eso era peligroso. Demasiado llamativo, y demasiado sospechoso. ¿Quién andaría por esos lugares, a esas horas, con un balazo en el hombro? Sólo un loco o un idiota no estaría intentando llegar al hospital más cercano. Pero, eso también era demasiado peligroso. Había lugares que por nada del mundo debía visitar, y los hospitales estaban entre ellos. En las clínicas y hospitales se solicitaban datos personales; y brindar información de ese tipo no era algo muy distinto a un pecado para la gente como él. Dentro de su círculo, era la más absurda de las estupideces.

Siguió corriendo, lo más que pudo. Se detuvo cerca de un bar, porque el dolor lo paralizaba. Hasta ahí llegaba. Su cuerpo ya no tenía fuerzas para seguir huyendo, buscando un buen escondite. Ya no podía soportarlo más. Si no lo hacía allí, iba a morir desangrado de todos modos. Eso si es que no lo encontraban antes, para después matarlo de una forma brutal.

De su bolsillo sacó la jeringa y se la colocó, como pudo, en el antebrazo. Mientras la morfina penetraba en sus venas, se convencía más a si mismo de estar haciendo lo correcto.

Un criminal menos.

No sentía ningún remordimiento, culpa, ni algún indicio de arrepentimiento. Estaba plenamente convencido de que le estaba haciendo un favor al mundo. Y así esperó a que la droga empezara a hacer efecto, sintiendo cómo se volvía más difícil respirar y como se le cerraban los párpados.

Llegado cierto punto, ya no había dolor.

Probablemente sus padres y su hermano estarían retorciéndose en su tumba por lo que había hecho, pero estaba seguro de que lo comprenderían, y también lo perdonarían. Rezaría por ellos en el infierno.

De pronto, ahí, agonizando en el suelo de la callejuela de mala muerte, le pareció oír un grito lejano. Sintió que lo levantaban en brazos, sintió elevarse. Al fin, ya estaba listo para el infierno.

Pero cuando abrió los ojos no estaba en el infierno, ni en el cielo.

Estaba en una ambulancia.

MORFINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora