Parte 11

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Como ya he dicho, un total de cinco barcos había amarrados en los embarcaderos del puerto, pero no encontramos ni una mísera chalupa que pudiésemos robar o comprar. Debíamos ir a otra zona de La Orchila donde hubiera pescadores. Así pues, abandonamos la aparente seguridad de aquel pueblo desconocido y comenzamos una larga y agotadora caminata por tierra, sin perder de vista el mar en ningún momento. Al llegar el mediodía, un calor sofocante y húmedo convirtió nuestro particular peregrinar en otro infierno, uno distinto del que habíamos padecido ya. Para colmo, deduje que cerca de allí debía haber manglares a juzgar por la monstruosa cantidad de mosquitos y tábanos que nos rodeaba. Durante aquel calvario, Nicholas Rosenwick nos estuvo contando ciertas desventuras que sufrió estando en Newport. Por lo visto, ni siquiera los médicos se veían libres de las acusaciones de brujería. Tal y como nos había ocurrido a nosotras en Northampton, a él también le habían acusado de tal necedad sus propios detractores, apoyándose en sus pioneros métodos de curación y asegurando que era el mismísimo Satanás quien llenaba de ideas perversas su cabeza. Por suerte, no habían sido tan obstinados como los nuestros y pronto olvidaron el asunto. Fue entonces cuando recibió el aviso desde San Juan de los Cayos. Se precisaban médicos para las colonias inglesas.

En ese punto exacto de las explicaciones llegamos a una pequeña aldea costera, una aldea de pescadores. Había un embarcadero humilde y lo menos veinte botes amarrados en sus postes.

—Sophie, ¿crees que podríamos canjear uno de esos botes por las joyas de Flaherty? —pregunté. Sophie asintió.

—Y provisiones —añadió—. Necesitamos llegar con vida a San Juan, y a ser posible sin pasar hambre.

Un pescador barrigudo de tez abotargada nos vio charlar en el embarcadero y se acercó a nosotros con cara de malas pulgas.

—¿Quiénes sois y qué estáis haciendo aquí? —barbotó, con la voz ronca por el alcohol, presumiblemente. Rosenwick, que no dejaba de ser un caballero, y por tanto educado, se acercó al hombre en actitud diplomática.

—Buenas tardes, señor —le dijo, haciendo una ligera reverencia—. ¿Es usted el propietario de alguno de estos botes?

—Sí, lo soy —rezongó el pescador.

—Queríamos saber si podría usted vendérnoslo.

—¿Cómo?

Yo saqué entonces la bolsa de terciopelo en la que guardaba las joyas que había encontrado en el camarote del capitán Flaherty, y ante las narices del pescador las hice tintinear.

—Podemos pagárselo.

Un recuerdo del marWhere stories live. Discover now