XX.- Celeste

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XX

Desde que aprendí a leer tuve la costumbre de hacerlo en el patio trasero de mi casa; allí había un jardín con varias plantas y flores que mamá cuidaba con mucho esmero y cariño. Tal vez no era muy grande, pero a mí me parecía perfecto. Mamá amaba esta clase de lugares naturales y me enseñó a amarlos de igual manera. Por ello, desde el momento en que entré a la primaria, nos hicimos el hábito de ir cada sábado a un parque de juegos de la zona donde vivíamos. Yo nunca fui una persona antisocial; de hecho, en la escuela me llevaba muy bien con mis amigas, pero en realidad no me atraía la idea de jugar en el parque, por lo que siempre me alejaba un poco de los demás niños y optaba por sentarme a leer bajo la sombra de algún árbol, en lo que mamá conversaba con otras señoras.

Fue de esta manera que cierto día lo conocí a él; un adolescente que bien podía doblarme la edad y que me había defendido de unos chicos abusivos. Después de aquel incidente, se había convertido en mi amigo fiel, el chico de los sábados, aquel que me acompañaba de alguna forma en mi lectura. A decir verdad no hablábamos mucho entre nosotros, pero con el tiempo ese hecho no fue importándome y le tomé una gran confianza.

Había pasado poco más de un año desde que lo conocí y como cada sábado, allí estábamos en el parque, mas parecía ser que este día él andaba con muchas ganas de platicar y hacer preguntas. Como cada vez que se presentaban estas conversaciones llenas de interrogantes por su parte, yo me limitaba a respondele a toda cuestión que me lanzara, aunque sin apartar mi vista del libro. No quería ser descortés o grosera, pero era una manía muy arraigada la de no desviarme mucho de mi lectura.

Me gustan mucho la tranquilidad y los atardeceres —siguió comentando él con su tono casual de siempre—. También me gusta verte leer. ¿Qué te gusta a ti?

Leer —respondí sin más, absorta en las hojas impresas.

Ah claro, es obvio —Él pareció pensar un poco—. ¿Qué te disgusta entonces? Yo no soporto la sandía; suena extraño pero es verdad. Aunque pensándolo bien, lo cierto es que no me gustan muchas cosas, pero quiero saber de ti. No tenemos tiempo suficiente como para decirte todo lo que odio, así que dime. ¿Qué cosas te disgustan?

Guardó silencio para darme la oportunidad de hablar. No era una pregunta difícil, pues no lo pensé ni un segundo cuando tuve la respuesta en la punta de mi lengua y a pesar de que no era usual que dejara de prestar atención a lo que leía, esta vez lo hice. Levanté mi mirada del libro para enfocarla en él, llena de toda la seriedad que ameritaba la pronunciación de las siguientes palabras; tan mesuradas fueron mis acciones que incluso él pareció sorprendido de ellas.

A mí —Hice una pausa corta entre cada palabra para dar énfasis a lo que deseaba expresar— me disgustan las personas que piensan o hacen cosas malas.

Al oírme, él abrió los ojos y la boca, atónito. Nos miramos en silencio unos segundos más, mientras que a lo lejos se oían las risas y los gritos de los demás niños jugando. Enseguida volví a mi lectura. No volvimos a hablar en lo que restó del tiempo antes de que tuviera que irme a casa; además, pude percibir un ambiente diferente al del inicio. Tal vez no era tenso, pero tampoco era tan agradable como el que había antes de mi respuesta. Cuando llegó la hora de volver a mi hogar, me levanté para reunirme con mamá; me despedí de él como de costumbre y me alejé del árbol que siempre nos abrigaba con su sombra. Antes de alejarme completamente, giré mi cabeza un poco para dirigirle una última mirada y alcancé a notarlo visiblemente decaído.

Esa fue la última vez que vi a mi amigo. A Yesever.

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Me encontraba en el hospital, siendo mi diagnóstico actual el siguiente: tenía un brazo y una costilla rotos, varias contusiones por todo el cuerpo y el rostro; me habían dado unos puntos en la cabeza, a la altura de la sien derecha ya que se me había abierto una herida considerable; el otro brazo y el perfil derecho de mi rostro lucían quemaduras de primer y segundo grado. Me costaba respirar por la nariz rota y hablar también me era difícil por lo adolorida que estaba mi mandíbula al recibir tantos golpes, e incluso me habían aflojado algunos dientes y muelas, a tal grado que algunas ya no las tenía siquiera por lo que también debía ir con un dentista. Por si fuera poco, me implicaba un gran trabajo ver gracias a lo hinchado de mi rostro, aunque en general, toda yo me sentía como un globo, mas casi siempre me la pasaba anestesiada para no tener que soportar tanto dolor.

Desastroso Reencuentro [I]Where stories live. Discover now