Parte 3

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7

Sábado: 1:32pm

—¿Cómo pudiste...? —balbuceé—. ¿Ya tú sabías la respuesta a esa pregunta?

—No.

—¿Y entonces cómo...?

—Es una simple multiplicación —me interrumpió.

La respuesta que Karina me había dado no tenía nada de simple. Era una respuesta que englobaba todos mis estudios, todas mis investigaciones y mis largas horas divagando en libros. Esas palabras contenían la esencia misma de mi existencia y la de mis hermanos: nosotros éramos una de las más extrañas coincidencias que podían ocurrir en este mundo.

Y si en realidad fuera una "simple multiplicación", como ella lo llamaba, si tan solo fuese un problema matemático en el cual solo se necesitaba saber cuántos trillizos y cuántos albinos nacían en promedio, pues debíamos admitir que el resultado, 360 millones, contenía uno de los números más perfectos que existían: 360. Esa era la cantidad exacta de  grados que formaban una circunferencia, la figura más perfecta y repetida en el universo.

No era, por lo tanto, "una simple multiplicación".

Y esta niña, por inteligente que fuera, no pudo haber obtenido ese número en un par de segundos. Ella sabía esa respuesta de antemano, lo que me llevaba a otra gran interrogante: ¿por qué la sabía? ¿Qué la había motivado a indagar acerca de los albinos?

De pronto la niña dejó de ser una molestia para convertirse en un misterio. Ahora era yo el que quería hacer preguntas.

—Sí sabías la respuesta.

—Áagun, no importa si yo sabía eso o si lo deduje, aquí lo que importa es que te respondí correctamente, ¿o no? Ahora —señaló su cuaderno—, ¿cómo te defines a ti mismo?

Justo antes de que hablara apareció mi querido hermano Ron. Se acercó a la mesa donde estábamos nosotros y se mantuvo de pie casi inmóvil, en silencio y con un rostro contrariado.

No estaba solo.

Una chica estaba a su lado con una sonrisa de oreja a oreja.

Era ella. Por fin la tenía enfrente.

Domingo: 6:34am

La superficie del puente estaba cubierta de cientos de tablas de madera antigua que hacían sonar mis pasos más fuertes de lo que deberían y soltaban una dulce fragancia a pino recién cortado. A mi hermano le pareció divertido este fenómeno, por lo que daba grandes zancadas con fuerza, haciendo que las tablas resonaran. Cuando pasamos el pequeño puente dejamos la ciudad y el sonido del tráfico atrás para adentrarnos en un selva espesa y oscura, donde lo que no era verde o bien era artificial o estaba en camino de enverdecerse.

—Bienvenidos al Peñalver, el hotel más económico y natural de la zona —murmuré mientras pasábamos cerca de una joven pareja que, sin importarles la hora y el lugar, se besaban bajo la sombra de los enormes árboles.

—Quita esa cara —me animó Ron—. La vamos a pasar bien, ya verás. Y te va a encantar Ada, estoy seguro.

—Seguro —bufé.

En el parque se respiraba un aire húmedo y dulzón, como el de las fragancias artificiales que se usaban para aromatizar el baño. La tenue luz del sol se filtraba por el manto de árboles. El ruido urbano se reducía por el sonido de la afluencia del río.

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