No más

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Una mariposa negra revoloteaba, se elevaba, desaparecía, emergía de la tierra y acunaba el aire entre sus alas para luego dejarlo escapar, dejarse escapar, desapareciendo nuevamente

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Una mariposa negra revoloteaba, se elevaba, desaparecía, emergía de la tierra y acunaba el aire entre sus alas para luego dejarlo escapar, dejarse escapar, desapareciendo nuevamente. Olía a muerte. Los párpados le pesaban y los labios le ardían, resecos, sangrantes. Su corazón reventaba con cada martilleo, se ahuecaba y empequeñecía dentro de su pecho. Luego un olor a quemado, algo como cabello chamuscado, agua sucia y hojas secas. Las manos húmedas, claras; venas azules, expuestas al cielo azul. La boca una gran O, un doloroso O.

¿Qué hice?

Nada. La cama estaba húmeda, el colchón olía a orines. En la mesa de al lado descansaba una jeringa usada con la punta enrojecida y opaca. Se escurría, entre sus poros, gotas de sudor, ansiedad derretida. Su pecho subía y bajaba. Las piernas temblaban, heladas, nada las cubría. Su brazo ardía. Lo agitó. Del otro lado de la habitación una cucaracha, quieta hasta entonces, sintió su despertar, y huyó despavorida a esconderse dentro de una bolsa de papas fritas que descansaba olvidada en el piso.

Mi ropa...

Siempre estaba desnuda. Enferma y desnuda y temerosa, nunca quieta ni cálida, no sabía de eso. La soledad y la habitación eran una y apestaban, estaban sucias.

Quiero bañarme

Se levantó. Si lo quería, tenía que vestirse, salir, con la gente, la vida, el terror... Los pantalones le quedaban ajustados. Sus pezones resaltaban en el blanco fondo de la camiseta desgastada. Olía a algo, como a sexo, pero a sexo en solitario. Tenía ganas todavía. Apretó su brazo.

Sola ya no.

La puerta chirrió, el pasillo se contrajo, silencioso. Sobre el piso danzaban colillas de cigarros a medio apagar, titilaban como luciérnagas, haciéndose espacio entre la oscuridad. Un único foco, en una esquina, luz amarilla opaca. Se rascó los ojos. Tenía las uñas llenas de mugre. Se mordió una y la escupió.

Avanzó guiada por la pintura a medio descascararse que colgaba de las paredes. Un silbido, un gemido, un grito, ¡ayuda! ¡Más, más, más! No más que un eco, uno grande y seco dentro de su cabeza, uno que se deslizaría como arena en un reloj. Tenía que.

La ducha le siseó frialdad. Se encogió de hombros, separó sus piernas, se limpió. Del cabello caía mugre, grasienta mugre, enterró sus dedos ahí, cepilló y cepilló hasta el cansancio, dejando hebras moribundas en sus dedos.

Tengo que parar.

Atrapó sus senos con fuerza, se lastimó a sí misma. Recordó el eco «¡Más, más, más!» Arañó su cuello, mordió sus labios. El agua clareaba, entre café y rosa. Miró a sus pies, el piso mohoso, el agua estancada.

«¡Más, más, más!»

No, ya no más. No más.

Se volteó obligada por un grito seco atrapado del otro lado de la puerta. Cuchicheo, él, ella, una risa, un beso, dos perdones, y más humedad.

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