La reunión

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—La silla está rota —comenté—

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—La silla está rota —comenté—. ¡He dicho que la silla está rota!

La silla se movió, se dibujó algo en la superficie y los nudos en la madera me miraron, recriminándome. Estás rota, pensé, sólo digo la verdad, de nada sirve que te enojes conmigo.

Es que estaba rota, torcida y astillada. Una pata era más grande que todas las demás, y la rota estaba doblada hacía atrás, como si una persona se hubiera quebrado una rodilla. La madera lucía vieja, húmeda y carcomida.

Viéndola estaba cuando una señora ingresó al salón, era gorda y olía a perfume barato. La atmósfera se oscureció de repente y el piso comenzó a agrietarse después de cada tac tac de sus zapatos. Me ignoró por completo. Sí vio en mi dirección pero pronto se volteó para revisar el resto del espacio. La mujer era gorda y fea, me disgustó de inmediato, pero no le dije nada.

—La silla está rota —murmuré, cruzándome de brazos. En verdad no quería advertirle, e incluso, con enferma anticipación, esperaba que al sentarse se viniera abajo. Quería que su rechoncho cuerpo enfermo fuera perforado por las estillas de la madera. Se iba a romper, lo sabía. La silla cedería y ella caería, yo reiría y luego escondería el rostro. ¡Oh, qué desastre! Deje que la ayude, por favor. ¿Quién habrá dejado una silla en mal estado en este lugar? No. No sé. La silla ya estaba ahí incluso antes de que yo apareciera. ¿Por qué no me habré fijado antes?

Reí por lo bajo. Escondí los ojos. Comencé a mover una pierna, impaciente. La mujer parecía no poder decidirse. Sólo había una silla ocupada en todo el salón, y era la mía. Por lo demás, todas las sillas estaban libres y limpias, pulidas, desprendían el delicioso olor de la madera y el tiempo. Salvo esa, la rota, parecían soldaditos bien uniformados listos para marchar.

Carraspeé. La señora gorda ni siquiera levantó el rostro. Se acomodó el sombrero con prisa, una pluma cayó flotando, pareció elevarse un momento pero después de uno segundos tocó el suelo. La mujer se asustó, su piel se encogió y se apresuró en cubrirse las orejas, como si el sonido producido por la pluma al tocar el suelo hubiera sido en verdad estruendoso e insoportable. Yo no había escuchado nada, sólo vi cómo la pluma se deslizaba en el espacio hasta que ya no se deslizó más y se hizo una con el duro piso de mármol.

La mujer me miró ahora, alarmada. Hizo una pequeña reverencia en mi dirección y sin esperar más nada, se marchó. Conté las sillas que quedaban: faltaba una. Pero la rota seguía ahí.

—La silla está rota —repetí.

Un perro se acercó a la silla rota, comenzó a olfatearla. Podía ver su aliento húmedo adherirse a la madera para luego desaparecer. El perro era de un color aceitoso, entre verde y café, tenía las orejas largas, casi rozaban el suelo, y en la punta de su naricita descansaba una mancha blanca. Tenía los ojos fijos en sí mismo, eran amarillos y grandes y brillaban. Gruñó. Me miró. Hizo una mueca y me sacó la lengua. Me volteé, irritada, crucé las piernas y decidí no prestarle más atención.

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