Flores de naranjo

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Realicé un salto temporal sin siquiera percatarme

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Realicé un salto temporal sin siquiera percatarme. En mi mente, el punto A y el punto B resaltaban con especial facilidad, sin embargo, la línea que los unía era un tanto más vaga. Quizá era curva, quizá ondulada, probablemente escalonada y, en el peor de los casos, recta, pero no era algo que yo pudiera recordar sin importar qué tanto lo intentase. La realidad sólo era una: yo ya estaba allí.

El desconcierto entorpecía mi comportamiento, me atemorizaba y creaba una sensación de inseguridad. Si esta sensación de seguridad estaba justificada o no, lo ignoraba. El suelo bajo mis pies me mantenía firme, la puerta, a mi espalda, me incitaba, animándome en silencio. El silencio mismo del salón lo interpretaba como la arrolladora ovación de una multitud que esperaba de mí lo mismo que yo parecía buscar. Di el primer paso sin siquiera ver hacia el frente. Este pequeño arrebato de valor consiguió sacarle fuerza a mis extremidades, y en cuestión de segundos, me encontré en su puerta.

Tuve un vago recuerdo, un recuerdo aislado que no pude colocar en ningún punto del espacio temporal que tan misteriosamente había desaparecido de mi memoria. Se presentó ante mí como una imagen borrosa, pinceladas acuosas en tonos pasteles. La voz aterciopelada que me invocaba era una voz femenina. El aroma cítrico de las flores de naranjo se esparcía de su boca, parecía provenir de un lugar más profundo, un lugar al que no supe llegar.

«¡Sí serás! —suspiró reprobatoriamente—. Pero sí ya sabes en dónde estoy. Y ya sabes adónde voy. ¡Qué no sabes tú de mí!»

No tenía seguridad de esto, pero lo que mi inconsciente sabía me era completamente ajeno, así que no pude desestimar del todo ese vago recuerdo.

Coloqué la mano sobre el pomo de la puerta. El contacto, frío y liso, avivó mi sentimiento de inseguridad. Imaginé algo: el espacio vacío en una cama lo suficientemente grande para albergar a dos, pero que aún así se tenía que contentar con el peso de un solo cuerpo mientras en sus divagaciones nocturnas trataba de reconstruir, de manera muy torpe, el cálido rumor del oleaje.

Pude escuchar las olas, incitantes.

Abrí la puerta y lo primero que encontré del otro lado fue un manto blanco que cubría de manera recatada las limpias curvaturas de un cuerpo decentemente esculpido.

«¡Qué dejes de verme!»

«Pero, ¿por qué?»

«¡Porque siempre que lo haces se te nota tanta hambre!»

Risas mías. Risas suyas. Risas nuestras.

Palpé, con delicadeza, mi estómago, pero le sensación de vacío se originaba a veces más arriba, a veces más abajo. Suspiré. Cerré la puerta.

Me quedé sin mover un solo músculo mientras mis ojos, expertos, inspeccionaban la habitación en busca de conjeturas indeseadas. Una costumbre inexplicable. La cama parecía devorar la totalidad del espacio.

Me senté en la orilla de la cama. Examiné cada retazo de piel expuesta, hasta que la humedad en su cabello acaparó mi atención. Me incliné un poco, hasta que mi nariz se vio invadida por el sutil aroma que desprendían sus hebras cobrizas. Me reincorporé y suspiré una vez más.

Las habladurías de fantasmas deformes invadieron mis recuerdos esta vez. Los halos flotantes cambiaban de lugar, se adecuaban perfectamente al ángulo de mi vista haciendo que fuera imposible escapar de ellos. Las cortinas se mecían detrás de mis párpados como sendos ropajes que vestían al viento en esa gala incesante que era su ir y venir ondulante y sereno. Los rostros se escondían detrás de los amplios cortinales con sonrisas distorsionadas en amplios arcos tétricos y vacíos.

Divagaba.

Me apoyé sobre mi codo y la quedé viendo. La palidez de sus mejillas contrastaba con el vibrante carmín de sus labios entre abiertos. Me acerqué un poco más, guiado por el recuerdo de las flores de naranjo, hasta que mi nariz se tomó con la fina piel de sus labios.

«¡Cuánta extravagancia! —suspiró, intimidada—. ¡Ya deja de verme así!»

«¿Así? ¿Así, cómo?»

«¡Pues así! Así. Con esos ojos que no parecen tuyos.»

«¿Y de quién más van a ser? ¡Mira! Los tengo adheridos al rostro, ¿qué quieres que haga?»

«Pues lo que te he dicho, que dejes de mirarme y ya.»

«Pero si no hay nada más que hacer. Me aburro.»

Esperé que sus mejillas se tiñeran con el tenue rubor de la inocencia fingida, pero sus labios se me presentaron más dispuestos, y en un violento pero sincero arrebato, les arranqué un prolongado suspiro.

«¡Ya ves! Hay tanto qué hacer pero tú sólo miras. ¡Serás!»

Me gustaba mirar, eso recordé en ese momento. Pero me gustaba inquieta, no serena; me gustaba retorciéndose entre mis brazos y dejando moratones en mi piel.

Un pitido insistente y agudo interrumpió mis recuerdos. Un fantasma emergió del otro lado de la puerta con un fino halo transparente empapado con el olor de la muerte, sólo para después desaparecer con la misma velocidad. Restregué mis ojos, confundido, mientras el rugoso velo que entorpecía mi vista se fue aclarando, distorsionando, y ondulando, hasta desaparecer por completo.

Había flores de naranjo en el otro extremo, en un pequeño jarrón de cerámica oriental, japonesa, por lo que recordaba, regalo de alguien, por motivo de algo, ¡qué importaba! Rodeé la cama para acercarme a la mesa en la que reposaba y tomarlo en mis manos.

«No me gusta el olor de esas flores.»

«A ver, ¿y por qué?»

«Porque me despierta el apetito.»

«¿Y desde cuándo eso es algo malo?»

«Desde que no puedo comer lo que se me antoja.»

Llevé unos cuantos pétalos a mi boca, y los devoré con impaciencia, como esperando que mis labios nuevamente despertaran el apetito de los suyos. El pitido continuaba, insistente, y más fantasmas no tardaron en aparecer, dejando tras de sí rastros blancos y azules, murmullos violentos y apresurados. La habitación comenzó a dar vueltas, y la figura frente a mí se tornó borrosa.

Ella entreabrió los ojos apenas un segundo, pero ese segundo bastó para descifrar lo que quería decirme:

«¡Ya deja de verme así!»

—Ah, no. ¡Ya no me regañes! —grité, al borde de la cólera.

«¿Y por qué no?»

—Bien lo sabes tú.

«Lo ignoro.»

—Ah, ya, sigue así, juguetona. Eso me gusta.

«A ti nada te disgusta.»

—¿Y desde cuándo eso es algo malo?

«Pues malo malo, no es; pero bueno bueno, tampoco.»

—Gruñona.

«Conformista».

Abrí los ojos. La cama estaba vacía. El jarrón seguía en mis manos, las flores en mi boca. Los fantasmas habían desaparecido dejando en su lugar rígidas y oscuras estatúas con rostros indescifrables. El camino entre el punto A y el punto B se había aclarado un poco. No eran líneas rectas ni onduladas, eran líneas intermitentes, que iban y venían, unas más generosas y amplias que otras. El punto C se presentó entonces en la distancia. El camino se abría libre y amplio, invitándome a seguirlo. Alguien depositó un par de palmadas en mi espalda. El peso pareció ceder.

«¿Todavía sigues viéndome?»

—Sí, pero ya no recuerdo tu rostro.

RelatosWhere stories live. Discover now