I

163 22 25
                                    

Recorro las calles de mi urbanización en lo oscuro de la noche; puedo ver cómo se yergue en lo alto de la ciudad, a pesar de estar a kilómetros de distancia, el panel generador nutritivo que mis amigos y yo hemos creado, un proyecto millonario que hará que todos los frutos podamos convivir sin separarnos por territorios y que además, nos ayudará a prolongar nuestra existencia. Qué orgullo. Es un sueño hermoso que de repente se transforma en pesadilla cuando empiezo a huir de alguien que me persigue gritándome: «¡Nos mataste a todos, maldito Pyrus!».

Corro lo más rápido que puedo pero apenas si recorro unos metros, no puedo rodar mi cuerpo, no tengo la fuerza, me detengo en cada casa por la que paso, golpeo las puertas con la esperanza de que alguien me ayude, pero dentro de ellas los frutos me ignoran. Me resigno a enfrentar a mi acusador, ya no puedo seguir huyendo, cada vez voy más lento.

Despierto. La noche está helada, tanto que lo que me despierta es la reacción que el frío causa sobre mi piel; me arde, se torna de un color dorado y se arruga provocándome picazón. Aunque no haya nacido en invierno soy del uno por ciento de las peras en el mundo que según la temperatura cambia su contorno físico, ¡vaya suerte la mía! Además, vivir en Pomácea, solo lo hace peor. Y recordar esa pesadilla me enferma más, no puedo esperar a finalmente ver ese panel en su lugar y que parte de ese sueño sea realidad, ¡uff!, pero solo esa parte.

Me levanto para cerrar la ventana; no hay corrientes de aire pero el frío es inmensurable, y el silencio, absoluto. Asomo mi cabeza a lo espeso de la noche, observo mi calle desde lo alto de mi habitación; antes de cerrarla escucho una risa fuerte que a los segundos se desvanece como si se alejara rápidamente, me despereza y busco la fuente del sonido con mis enormes ojos; algo parece alejarse hasta el final del callejón, el silencio es tan penetrante que alcanzo a escuchar pisadas y nuevamente esa risa, aunque esta vez ya casi inaudible.

«Qué cosa tan extraña.»

Algún pomo paseándose de madrugada es muy raro de ver en esta urbe. El orden es vital y si logra despertar a alguno de los miembros apretados que habitan mi calle de seguro tomará vacaciones encerrado en una jaula por al menos dos semanas. Observo fijamente al punto negro que se mueve hasta que se pierde con la oscura lejanía. Siento escalofríos, esa presencia es como yo...

Otra risa en la calle a mi derecha me sacude nuevamente y me resquebraja la piel; la sentí demasiado cerca. Veo que la puerta de entrada de mi casa se cierra lentamente y estiro mi cuerpo para tratar de percatar quién rayos ha entrado.

Es de madrugada, ¿quién puede ser?

Siento una presión sobre mi espalda mientras estoy hincado con la mitad de mi robusto cuerpo fuera de mi habitación, reconozco esa sensación, hay alguien tras de mí. Me giro y...

Me enfrento a la soledad de mi cuarto.

Estoy conmocionado y asustado, diría que es una pesadilla más pero reconozco que estoy despierto; de espalda a mi ventana observo al frente con la suave luz que entra de la luna, el frio que antes me quitó el sueño ya no está, ahora excreto un jugo ácido que recorre mi superficie. La puerta de entrada a mi habitación se abre lentamente, rechina a su paso, trago mi saliva acumulada, mi respiración se acelera y la tensión aumenta el ritmo de bombeo de ácido en mi interior, ¡no soy bueno para estos dramas!

—¿Quién está ahí? —pregunto tipo amable, mi instinto frutal me dice que seré rebanado y me oxidaré hasta pudrirme. ¡Oh, no quiero eso!

No hay nadie detrás de la puerta, ni en la visión que tengo del pasillo; me armo de valor y con mis semillas queriendo salir de dentro de mí salgo a inspeccionar; mis padres y mi hermano deben tener el sueño pesado pues la risa que juega conmigo vuelve a aparecer en un nivel audible mucho más alto y estos no se despiertan. Esta vez la risa proviene de la planta baja. Verifico la habitación de Ed, mi hermano, y duerme como sandía; mis padres están rendidos también, tengo la tentación de despertarlos pero me avergonzaría si todo esto fuera un vestigio de la misma pesadilla y estoy muy adormilado para diferenciar la realidad de la ficción.

Bajo las escaleras y reviso todo el comedor: nada; la cocina: nada. Nadie. No hay nadie. Voy a salir de la cocina, pero el sonoro repiqueteo de la caída de un utensilio de metal tras de mí me congela. Me giro con mi cuerpo tieso de la tensión, el envase de la cubertería está caído y estos siguen cayendo al piso.

Los recojo lo más rápido que puedo, siento que alguien observa todos mis movimientos, que me vigila, dejo clavada mi vista a los cubiertos mientras los pongo en su lugar, pero aun así puedo sentir esta presencia burlándose de mí, miro en todas direcciones, de nuevo no hay nadie; huyo a mi habitación y me meto bajo mis sabanas. Mi mente está jugando conmigo y en definitiva no estoy de humor para juegos; me quedo bajo la protección de las telas hasta que me duermo y despierto en la mañana. La risa se ha ido.

¿Quién es la fruta podrida?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora