Prólogo

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El sol lucía radiante sobre la ciudad. Aunque para Elena, todos los días continuaban siendo un poco sombríos. Deambulaba, pensativa, tratando de tomar el oxígeno necesario para respirar. El que no terminaba de hinchar al máximo sus pulmones.

Necesitaba encontrar un empleo. Había visto uno interesante en los periódicos e iba en busca de él, deseando que esta vez sí que hubiera suerte. Tener que vivir en casa de su amiga, bajo su techo, sin nada que aportar —por mucho que supiera lo buena samaritana que ella era, y que no la reclamaría nada, no podía abusar de su hospitalidad—. Necesitaba volver a volar. Regresar a la vida normal que Luis le robó con sus palizas y sus insultos. ¡Fue tan cruel y mezquino! Recordó que, después de abandonarla en mitad de la calle a horas intempestivas, maltrecha, tras una discusión fuerte y una paliza que casi le costó la vida, tuvo suerte de encontrar a alguien que la remitió a un hospital, sin tardar. Siempre se sentirá más que agradecida con aquella mujer que la encontró, y que declaró a su favor para que aquel condenado monstruo se pudriera en la cárcel y la dejara en paz. «Siempre serás mía, no lo olvides»; palabras que perforaban sus tímpanos, y su corazón, experimentando el dolor que la causaba incluso en los pocos instantes en los que no la zurraba. Un calvario que se quedó en pausa cuando lo encerraron. Pero, ¿hasta cuándo? ¿Qué haría cuando saliera de allí? Porque el tiempo, para los que no quieren que pase, pasa demasiado rápido.

Se agarró al estómago, deteniéndose en mitad de la calle. Un amargo regusto a bilis se hizo presente. Recordar a Luis le causaba arcadas. Y muchas pesadillas en las que se despertaba en mitad de la noche gritando y dando bocanadas al aire como un pececillo asfixiándose fuera del agua. Su amiga Clara ya estaba acostumbrada. Y tenía una santa paciencia para calmarla. Era una suerte tenerla en su vida. Era como una hermana. Era parte de una terapia emocional que no terminaría de curar en muchos años.

Miró hacia un lado, y hacia otro. Y repitió en su cabeza que aquel bastardo aún estaba en la cárcel. Y que no aparecería por detrás de ninguna esquina. Aunque la voz del miedo continuaba poniéndola en jaque. Un miedo que la asfixiaba hasta sumirla en una profunda depresión.

Negó con la cabeza. Tenía que ser sensata y mantener la cordura si deseaba regresar al mundo de los vivos. Y tenía que moverse, ya que tenía aquella cosa por hacer por hacer. Lo recordó... ¡El empleo! En primer lugar se aseguraría de que no fuera ningún fraude, o ninguno de esos anuncios-tapadera que detrás, escondiera algo peor. Solo esperaba no ser engañada una vez más.  

Belleza encontradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora