III

2.6K 254 73
                                    

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.


Alejandro sintió su corazón dar un vuelco. No tardó en alertar al resto.

—¡Debe escucharme, señor! ¡Es esta cosa! —decía, agitando la cámara frente a los ojos de Kingsley—. ¡Esta cosa mató al fotógrafo, es justo como dicen, esta cueva tiene un guardián!

—¡Un guardián, no me hagas reír! Mira, muchacho —replicó Kingsley mientras clavaba su dedo índice entre los pectorales de Alejandro—, tu única función acá era traernos y cargar nuestro equipaje. Nos da igual si eres demasiado cobarde como para continuar, puedes largarte ahora mismo, pero no esperes que te dé un centavo.

Sacudía la cámara ante los rostros incrédulos de los tres hombres que lo tomaban por paranoico. Para él, era claro: la fotografía mostraba a la criatura que había arrebatado la vida del desafortunado sujeto; pero para el trío de negociantes cegados por la codicia, no se veía más que un borrón.

—¡Bien! Yo me largo de aquí —dijo, y arrojó todo el equipaje a sus pies antes de alejarse en la dirección contraria.

—¡Y no vuelvas, porque te dispararé, cobarde! —amenazó Kingsley, empuñando su revólver.

Se distanció de los hombres apresuradamente, con el corazón golpeando su pecho. Percibía una creciente presión en las sienes. Su torrente sanguíneo pronto transformó esa presión en un dolor punzante e intermitente. Un ser habitaba aquellos dominios, estaba seguro; y la presencia de los humanos no hacía más que perturbar su estancia.

Durante su niñez había escuchado variadas leyendas sobre monstruos y criaturas que recorrían las montañas en busca de carne que devorar, pero había adoptado una actitud indiferente frente a estas historias en un viaje de redescubrimiento. Su adolescencia había enterrado bajo muchas capas de conocimiento y prejuicio las creencias que tomaba por hechos cuando niño. Mas no fue un recorrido placentero: las creencias son cambiantes, volubles y personales, por eso las personas las adquieren y se apegan a ellas; los hechos, por el contrario, son estrictos, rectos, tangibles e inalterables. Desagradables para la mayoría.

La cueva, sin embargo, competía un tema por completo distinto. Las múltiples desapariciones que habían ocurrido en los últimos años y a las cuales por lo general se les atribuía un peligro físico dentro de la instancia despertaban en Alejandro la firme convicción de que aquella criatura era real, tan real como imposible, y que se arrastraba por las paredes con el intenso deseo de capturar presas. Como los pumas que acorralan a las cabras en lo alto de los montes, silenciosos.

El sonido de su respiración agitada rebotaba en las paredes rocosas de la cueva. Reparó en que la linterna que llevaba consigo era bastante más pequeña en comparación a las usadas con anterioridad, por lo que la dificultad de atravesar la cueva se multiplicaría en su intento de escape.

«¿Qué hago?», se preguntaba. «¿Pido ayuda, advierto a los ancianos?» No; nadie podía hacer nada ya por los hombres que, víctimas de su propia ambición, habían cavado su tumba adentrándose en la cueva. Se avergonzó al cuestionarse si la muerte de esos sujetos resultaría una pena.

Nadie puede hacer nada por ti, tampoco.

Una voz aguda y frágil que se deslizaba por el aire lo paró en seco.

—Ha sido mi imaginación —pronunció para darse confianza, rezando para que nadie lo haya oído.

Ignoró ese pensamiento. Él no estaba perdido ni mucho menos muerto. Él era libre, y estaba pronto a escapar de aquella pesadilla. El sudor frío que resbalaba por su espalda no era más que una respuesta al intenso calor. No tenía nada que ver con el miedo. La respiración acelerada respondía a lo exhausto que se hallaba tras recorrer tantos kilómetros. La presión en su nuca se trataba tan solo del estrés del viaje. Nadie lo estaba observando. Nada lo estaba observando.

Llegó en pocos minutos a la intersección de los caminos, donde el cadáver aún reposaba. Mas la sensación de alivio le duró brevísimos instantes. Los pasadizos rocosos habían adquirido una forma completamente diferente a la que el joven recordaba. Era ahora aleatoria y caótica y contaba con tres caminos más que escoger, sin una salida clara. Las paredes habían adoptado una coloración azulada, y las grietas luminosas en ellas se habían desplazado de tal forma que daban la impresión de ser dos ojos siniestros. Asimismo, la cueva multiplicaba el leve tañido de un goteo constante, confiriéndole semejanza a los latidos de un corazón colosal.

—No, estoy imaginando esto —se dijo en un susurro—. El camino correcto es por ahí.

Se dirigió, inseguro, hacia una de las aberturas en la roca, con fe ciega en que lograría su huída a través de sus corazonadas: para su grata sorpresa, el camino rocoso se elevaba. Escaló sin dificultades, agradecido por haber abandonado el equipaje. Cerraba los puños con fuerza en derredor de las protuberancias para impulsarse hacia la zona superior, ignorando el ardor en los raspones, esperanzado en hallar la luz al final del camino. Alcanzó entonces un espacio abierto que asemejaba una recámara.

No era la salida. Su estómago se estremeció al tiempo que buscaba con la mirada, desesperado, un camino por el cual continuar su ascenso. Fue en vano.

La recámara era bastante amplia, y numerosas formaciones rocosas la decoraban. Justo por encima, una pasarela de piedra natural la atravesaba. Tras una de esas salientes, dos objetos de considerable tamaño llamaron su atención. Se aproximó y se percató de que eran vehículos industriales portentosos y mugrientos, más voluminosos incluso que los tractores que había utilizado Alejandro para ayudar en la granja de su familia. Al examinarlos con mayor detenimiento, cayó en la cuenta de que eran vehículos mineros de carga abandonados y cubiertos por una fina capa de polvo. El de mayor tamaño transportaba una remarcable cantidad de tierra y rocas apretujadas; el otro cargaba decenas de conos amarillos de punta brillante, con una inscripción borrosa. Alejandro ignoraba su función.

Se sorprendió al verificar que se trataba de los restos de una minera abandonada, tal como lo había adivinado Kingsley. Sin perder el tiempo, se infiltró por una reducida abertura en la roca desde la cual provenía una luz tenue. Tras atravesarla a costa de rasgarse la camiseta contra un borde filoso, se encontró en las orillas de un lago que se alojaba en una sección mucho mayor de la cueva.

El extenso lago ocupaba casi la totalidad de la zona donde se hallaba, y quebraba la oscuridad reflejando un haz de luz leve y azulada. Alejando se sobresaltó cuando, sin previo aviso, tres figuras emergieron en la orilla opuesta: los hombres de negocios. Apagó su linterna al instante, temeroso de que Kingsley cumpliese su promesa de dispararle.

El eco de las maldiciones del hombre se escucharon por toda la cueva.

—¡Ah! —pronunciaba—. Maldito el momento en que...

El avaro sujeto se dio vuelta e hizo ademán de marcharse, pero entonces quedó por completo paralizado.

Alejandro lo vio todo con claridad gracias a los haces de luz que se desprendían de las linternas de los individuos, pese a hallarse al otro lado del lago, inmóvil como las rocas que lo rodeaban.

Un ser innatural se manifestó de entre oscuridad de la cueva. A medida que los pliegues de su pálida piel se tornaron visibles, Alejandro dejó escapar un suave quejido de pavor. El ser se lanzó contra los tres hombres con una velocidad inaudita. Un solo alarido escapó de la boca de Kingsley antes que la criatura seccionara su garganta de un tajo, blandiendo con pericia las prolongadas garras que brotaban de sus manos delgadas y de apariencia delicada. Poseía un aspecto inusitado: largos cabellos que caían con delicadeza pero se agitaban con rapidez ante los movimientos espasmódicos de la criatura, piel blanquecina que reflejaba el azul del lago ante un conmocionado Alejandro, y ojos fulgurantes que rasgaban la oscuridad como el haz de la muerte misma.

Repitió la acción con los dos acompañantes de Kingsley, y se sumió en un festín de sangre al tajar sus cuerpos decenas de veces, revelando la delgadez de sus extremidades bañadas en rojo y la sonrisa pérfida esbozada en sus rasgos con cada tembloroso resplandecer que evidenciaba su figura.

Cuando hubo terminado, una carcajada estridente rompió desde las fauces del ser.

Descenso a lo profundo [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora