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Blas abrió con cuidado la puerta de su casa intentando hacer el mínimo ruido posible. Se mordió la lengua cuando la puerta chirrió al abrirse y pasó de lado para no abrirla del todo. Sacó la llave y cerró a su espalda. Se apoyó por un momento en ella y suspiró, sacó el móvil para mirar la hora y se maldijo por lo bajo por haberse dejado convencer por Arly y Carlos y quedarse a ver una película. Eran las dos de la mañana y se tenía que levantar a las nueve.

Dejó las llaves en el mueble de la entrada y tiró la cartera a su lado. Se encaminó con precaución a través del oscuro pasillo pensando en lo poco que iba a poder dormir. Bostezó y se llevó una mano a la boca frenando su paso. ¿Quién le mandaba a él quedarse viendo una película que ya había visto cinco veces?

Quizá fuera porque después de más de un mes, volvían a estar los tres juntos. Y le gustaba. Lo había echado de menos. Y quizá también fuera porque se sentía mal por haberse puesto en contra de Carlos de esa forma. Fuera lo que fuese, le había entretenido lo suficiente como para plantearse la opción de quedarse durmiendo hasta tarde.

Pero no podía.

Cuando llegó a su habitación se dejó caer en la cama sin siquiera desvestirse ni ponerse el pijama. Volvió a bostezar y rodó sobre el colchón para alcanzar el cable del cargador del móvil y ponerlo a cargar. Cuando la pantalla se iluminó vio los mensajes entrantes que tenía. Abrió el WhatsApp y entornó los ojos para que la luz no le cegara.

>Mañana no quedas, pero el lunes me acompañas a entrenar, ¿verdad?

El mensaje era de Arlette. Blas se puso a pensar en su agenda para el resto de la semana siguiente. Ya empezaba septiembre, y en menos de quince días tendría que volver a un nuevo curso universitario. La carrera de comunicación audiovisual era una de las pocas cosas de las que Blas había conseguido convencer a su madre. Seguro que ella habría estado más convencida si él no hubiera estudiado nada y se hubiera metido a seguir con la iglesia de su tío. Pero no quería, y no lo hizo. Y le costó el que su madre estuviera más de una semana sin hablarle.

Pero bueno.

<Claro. Pero no cuentes con que corra contigo.

Blas respondió al mensaje de su amiga con un nuevo bostezo.

Creo que, como buen Narrador, es necesario que os cuente por qué de repente Arlette salta con ir a entrenar, ¿no?

Es que entrena, básicamente. Pasó del equipo de baloncesto del instituto (habiendo ganado la liga nacional de estudiantes) al de la Universidad. Era una máquina, Blas muchas veces se planteaba que el balón fuera una extensión de su brazo, porque lo manejaba con una sutileza casi imposible. Así que todos los días entre semana, o bien entrenaba con el equipo o bien por su cuenta. Se solía llevar a correr al parque a Blas y a Carlos, aunque la mayoría de las veces estos acababan esperándola en el kiosco del parque. Y después de las carreras, se iban a la cancha de baloncesto de detrás del médico de su barrio y los chicos intentaban no caerse mientras que ella se lucía con el balón.

Carlos la odiaba por eso. Casi siempre le daba en la cabeza.

>¿Qué haces despierto? ¡Vete a dormir!

< Acabo de llegar a casa, déjame respirar!

> No, no te dejo. Duerme, sucio mandril.

Blas sonrió ante el mensaje y bloqueó el móvil asegurándose de que la alarma estaba puesta para la hora exacta.

···

–¡Blas, despierta!

Blas parpadeó un par de veces y se frotó los párpados con el dorso de la mano. Se quedó empanado mirando hacia el techo, intentando despejarse. Le dio una patada a la sábana para destaparse y se sentó en la cama, cogiéndose la cara entre las manos y dejándose caer hacia delante.

Que Dios nos pille confesadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora