Una estúpida cebra

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—¿En qué diablos estabais pensando? —grité con todas mis fuerzas en cuanto se cerró la puerta tras nuestros invitados.

Mis padres se giraron súbitamente para buscar con sus azules ojos el motivo de aquel estruendo, fijando su mirada en mi rostro con incredulidad y sorpresa.
La noche no había empezado bien, e, inevitablemente, no había mejorado con el paso de las horas.
Me sentía utilizado, humillado e insultado. Había captado que aquella invitación que les había hecho mi madre a la familia Parkinson no era gratuita, ni mucho menos. Mi madre nunca haría algo así sin un por qué, y yo pronto entendí sus intenciones.
Quería que empezara a verme con Pansy, y no solamente en condición de amigos, lo que me producía una repulsión del diablo.
¿Cómo podía haberme hecho aquello? ¿Cómo podía haberme lanzado a enfrentarme a esa situación sin ni siquiera haberme advertido al respecto? ¿Qué se creía, que era gilipollas?

Mi malestar y profundo mosqueo no habían hecho más que aumentar cuando el tema de conversación se centró en Potter y sus amigos, que al parecer no eran tan importantes para los demás como su protagonista, el de la cabeza rajada. Pero para mí sólo existía una persona en aquella historia, y por mucho que a mi madre le jodiera, no era la morena de ojos verdes que se había sentado frente a mí.
Mi cuerpo sufrió las violentas sacudidas de mi estómago revolviéndose, aunque lo que a mí me pareció es que estaba en proceso de hacerse un nudo en mi interior, al igual que había hecho mi garganta ante aquel "ya casi los tienen", genial ocurrencia del señor Parkinson.
No había sido capaz de hablar después de aquello, y el hecho de que me hubiera quedado mudo de repente le hacía especial gracia a Pansy, que me miraba con ojos despiadados, deseosos de presenciar el quebramiento y el dolor que tanto me estaba costando ocultar.
Pero no le di el gusto de ver al hundido y abatido Draco de mi interior. Tantos años aprendiendo a mantener los sentimientos a raya por fin servían para algo, y fue un consuelo saber que lo único que encontraron aquellos ojos de serpiente devora-hombres fue un rostro impasible y una compostura exquisita.

Sin embargo, después de soportar el chaparrón de palabras y sujeciones por parte de todos que me calaron hasta los huesos, y de aguantar pacientemente a que se marcharan, exigía respuestas, y no me daría por vencido hasta que obtuviera una maldita explicación lógica y razonable de por qué mis propios padres me habían traicionado de aquella manera.

—¿Draco?

La casi asustada voz de mi madre me sacó de mis cavilaciones, suave, confusa.

—¿Qué pretendías con esto? —tercié duramente mientras señalaba la mesa en la que los elfos recogían los platos sucios.

—Pensaba que te vendría bien ver a alguien conocido —añadió mi madre con un susurro, como si estuviera tratando con alguien con problemas mentales—. Llevas meses encerrado en tu habitación, cariño, necesitas relacionarte —dijo con cautela.

—¿Y qué te hace pensar que quería verla a ella? —grité sin poder ocultar mi enfado, obviando por completo la mirada de advertencia que me dirigía mi padre unos pasos más allá—. ¿Vas a decirme también que ese comentario de la boda también fue fortuito?

—¿Qué querías que hiciera? —gritó mi madre, que había pasado a perder los nervios en cuestión de segundos—. ¿Crees que es agradable para una madre sentir que pierde a su hijo?

—¿De qué hablas? —espeté sin entender lo que decía, mirándome de arriba abajo, como si por un segundo hubiera dudado de que realmente estaba allí.

—Sí, estás aquí, puedo verte, Draco —dijo con brusquedad—. Pero parece que estuvieras muerto. Estás ausente. No hablas. No comes. Si no fuera porque a veces, muy de vez en cuando, te veo caminar con tus propios pies por los pasillos, diría que eres un espectro —hizo una leve pausa, en la que sus ojos se humedecieron levemente—. Hijo mío, dime qué te pasa.

Mi estúpida GrangerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora