El amante de Valencia

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Sus ojos, blancos de no ver, tras unas gafas de sol esconden esa sonrisa que su boca no quiere dibujar, una sonrisa triunfal, de victoria, de deseo, de ganas de ella, ganas de Valencia.

La amó desde el momento en el que no la vio, desde ese instante que sintió su perfume de aire antiguo, de historia, de libros de fantasías hechas realidad. Ese olor a libros viejos, a coches nuevos, a tierra mojada, a café recién hecho, a pelo de mujer, a ropa limpia. El aroma de lluvia, de playa, de sol, del aire de la montaña.

Se enamoró cuando escuchó su melodía, como si los Ángeles susurraran, como si las sirenas cantaran, como si el mismísimo infierno se abriese a sus pies y el calor sofocante fuera placentero.

Era preciosa y terrible al mismo tiempo, lo que la hacía aun mas hermosa. Era un hombre en cuerpo de mujer, o al revés. Yo no sabría decirlo. Con mente de hombre fuerte y el corazón y el alma de las más débiles damas. Era equilibrada, perfecta, cada gota de sangre de su cuerpo era especial, era lo nunca visto, la sintonía perfecta. Era ella, Valencia. Y él la amó sin verla jamás.

Yo solo fui un testigo por casualidad, como decía Alejandro Sanz en su canción hace muchos años. Paseaba por el parque a la espera de alguna gran noticia para contar en el periódico. Pero nada pasaba. Hasta que me di cuenta de que nunca encontraría una historia esperándola como una alimaña que acecha a su presa. Por lo que decidí tumbarme en el césped y simplemente dejar pasar la mañana, aunque puede que eso me llevase al despido.

Pasadas un par de horas, noté un golpe en mi coronilla, y dispuesto a blasfemiar indiscretamente sobre el causante de dicho atropello, me levanté de un salto con cara de pocos amigos. Esperando encontrarme a algún chiquillo con un balón de fútbol, imaginaos mi sorpresa cuando me lo encontré a el. Un hombre con bastón guiando sus pasos por el césped, porque como me explicaría después entre risas, ahí podría encontrase sin querer alguna sorpresa de perro, pero no con esquinas de bancos las cuales le habían dejado las rodillas débiles tras años de peleas entre ambas. Charlando con él vi lo fuerte que puede ser un hombre que vive en oscuridad, sus ojos siempre de noche, deseando ver una puesta de sol. Sentados en el banco, su perro jugueteaba con otros, cuando ella llegó. Se citaban todos los días en aquel parque, ella le ayudaba a pasear, tomaban café, dejaban pasar las horas en la biblioteca que había a dos manzanas, él escuchándola leer, algunos días a Shakespeare, otros a Mary Higgins Clark.

Entre historia e historia, me contó su historia. La historia de los paseos por el parque, de sorbos de café buscando la conversación perfecta. Ella se enamoro de su fortaleza, él de su magia. No era una chica normal, incluso se podría decir que yo me enamoré de ella en las horas que pase robando a sorbos de café su amor. El amor entre un hombre con estrellas en los ojos y una mujer que en los suyos tenía veinte prados verdes.

Valencia. Así se llamaba ella. No era mujer, ni tampoco una niña, estaría cerca de los 30 años de edad, y el casi por los 50. Pero se amaban, las sonrisas escondidas lo declaraban. Le pregunté sobre su nombre, por qué Valencia. Me contó que sus padres, cuando la tuvieron ya no estaban enamorados, iban a separarse pero no les pareció justo que ella llegara al mundo y no tuviese una familia que la amase. Decidieron darle el nombre del lugar donde se conocieron, jóvenes, entre festivales y playa, música, alcohol y tabaco. Se enamoraron deprisa y se amaron despacio. Y sin buscarlo, acabaron viviendo en Madrid, ella de Sevilla y él de Barcelona, buscaron su casa franca en el centro de España, y siguieron amándose hasta que se les agotó el amor, o quizá el tiempo de amarse. Pero ella ya estaba embarazada. Tuvieron a Valencia, queriendo recordar como fue todo esa primera vez en aquel primer lugar.

- Y ahora son más felices que nunca, por separado, claro está, no duraron mucho más tiempo juntos. Cuando apenas cumplí dos años, yo me vine aquí con mi padre y mi madre, se casó de nuevo, esta vez con el arte, lo que siempre amó, la actuación, y comenzó a vivir entre bambalinas, a hombre por noche, a escenario por día. Mi padre siempre me ha cuidado. Y él adora a Bertín, le encanta pasar los domingos con él en casa. Mi madre sin embargo siempre lo trata con lástima, como si su vista fuera algo malo, ella no sabe ver que realmente es algo maravilloso, un don, el don de ser simplemente él, de ser único, de ser fuerte -termina Valencia.

No sé como se me pasaron tan rápido las horas con ellos, solo sé que desde que mi vida se cruzó con el amante de Valencia nada volverá a estar en el sitio que estuvo antes.

A Cada Sorbo De CaféWhere stories live. Discover now