Capítulo IV

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Dolor, era lo que despertó a la aturdida Jazmín, una punzada en su cabeza que la hizo por un fruncir el gesto

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Dolor, era lo que despertó a la aturdida Jazmín, una punzada en su cabeza que la hizo por un fruncir el gesto. No supo cuánto había bebido en la fiesta ni en dónde estaba, fue tal la resaca que ni se acordaba de lo que pasó después de que el atrevido de Esteban se había propasado con ella. Como un cassette su mente fue devolviendo la cinta de los hechos, trayendo una imagen de ella tendida en el suelo gélido de la calle empapada por las lluvias y de unos ojos tan perversos que le miraban con odio.

Se mandó ambas manos a la cabeza para masajear sus sienes, intentando distraer la jaqueca pero se percató de que las tenía atadas. Su corazón dio un vuelco, vinieron claros los recuerdos, el por qué la tenían en la parte trasera de un auto, temiendo por su vida. Las lágrimas empezaron a derramarse, a pesar del dolor que sentía en el estómago y de también estar amarrada de los pies con una soga roja, trató de sentarse.

Apaciguó los sollozos para analizar con calma la forma de liberarse. Vio por las ventanas para saber a dónde la llevaba, siendo árboles lo que rodeaban la carretera, aterrándola aún más. Intentó desatar los nudos con la boca pero su captor los había hecho complejos. Trató tantas veces como pálpitos precipitados reproducía su corazón, temiendo que en cualquier momento pararía el auto en algún lugar tan lejano que durarían días, hasta semanas en encontrarla, si es que el demente que conducía lograba su cometido.

Desde su posición sólo podía ver la parte trasera de la cabeza de su verdugo, quien concentrado conducía, aun sin darse cuenta que ella había despertado. Aprovechando esa ventaja, así le dolieran los dientes de tanto morder el cordel, fue desatándose.

Sintió cierto frescor al liberar sus manos, quedaban sus piernas por desatar. Se acostó de medio lado en el asiento, bajo la oscuridad fue quitando nudo a nudo, con el temor de que su captor en cualquier momento la descubriría. No pensaba en su prima ni en sus padres, si se estarían preguntando por su paradero, en que nunca los volvería a ver, en ese momento sólo buscaba la forma de salir de allí.

El auto se detuvo, freno tan brusco que hizo golpear a la asustada chica en la cabeza, logrando que quedara atorada entre los asientos delanteros y traseros. Las lágrimas se vertieron sin medida, quién sabe a dónde fue a dar con ese desquiciado, veía venir lo peor.

Lucas, se quitó el antifaz y lo lanzó por la ventanilla. Revisó la guantera; en medio de un par de CD's y un revolver, sacó un cuchillo de unos veinte centímetros, que conservaba para ocasiones especiales. Analizó cómo matarla, lo que haría después con el cadáver, en cómo actuar delante de las autoridades cuando le preguntaran no sólo por Jazmín, sino por la otra chica asiática que había asesinado.

Era una lástima tal desperdicio de mujer y de tiempo, no le gustaba llegar nunca a esos extremos ni meterse con tipas que parecían colegialas porque le recordaban a su hermana menor.

—Es una pena —murmuró, plegando los labios, mientras abría la puerta para bajarse.

Pero, como en todo lo que no planeó, como lo era esa única ocasión, ahora sintió lo que sus víctimas cada que les daba muerte. Una soga se enrolló en su cuello, obstruyendo su respiración, le estrangulaba de tal manera que no le dio tiempo siquiera de usar el cuchillo para cortarla.

Jazmín lucharía como cualquiera lo haría cuando su vida corría peligro, usó la misma cuerda que utilizó para inmovilizarla, para acabar con él. Era realista, aunque era un hecho aberrante que la dejaría perturbada —el arrancarle la vida a otra persona—, pensó que si no era él, seria ella la que moriría.

Con todas sus fuerzas alaba de la soga, usando el peso de su cuerpo. Mientras lo hacía lloraba, aborrecía el hecho de tener que matarlo, así ese tipo fuera despiadado, era un humano con sentimientos, con el derecho de vivir.

Lucas se precipitó aún más, forcejeando para arrancar la soga del cuello, arañándose la piel. Tratando de calmarse a pesar de que poco a poco el aire se le iba acabando, localizó el cuchillo para cortarla de un tajo.

Al sentir los dos tramos entre sus manos, cayendo en cuenta que su plan no funcionó, Jazmín intentó abrir con desesperación las puertas. Lucas, enloquecido de rabia dio un grito que sobresaltó a su presa. Golpeó furioso el volante, haciendo sonar el claxon repetidas veces: odiaba que sus planes se complicaran por una estúpida que había metido las narices donde no debía, aborrecía tener que matar de esa forma tan insulsa, sin gozar de la sangre, sin deleitarse en pleno del placer y el dolor, dos cosas tan parecidas cuando se expresaban físicamente.

Pateó la puerta casi sacándola de su lugar; Jazmín estaba a punto de colapsar entre el llanto y el pánico, no quería morir, no de esa forma, no tan pronto. Esperó a que su captor llegara por ella, se acostó en su asiento bocarriba, de forma tal que flexionó las piernas, lista para cuando la abriera.

Lucas quedo cegado por las ganas de acabar con esos llantos que lo obligaban a querer clavarse el cuchillo en los oídos. Fuera del auto, en medio del bosque, lejos de la civilización, sumido en la oscuridad, se dirigió a la puerta de los pasajeros, seguida a la del piloto, jalándola de un tiro. Dos pares de pies lo recibieron, dándole repetidos golpes en la cara, el estómago y la ingle. Cayó de rodillas, mandando las manos al abdomen por el dolor, intentando respirar.

Jazmín salió del carro; al ver al tipo en el suelo, aprovechó y tomó el cuchillo que dejó caer. No esperó a enfrentarlo, ni tampoco a que se rindiera; era él o ella, nadie más.

Lucas, dando bocanadas de aire, contempló el rostro de la chica manchado por el maquillaje corrido, fijándose en esos ojos llorosos llenos de pavor y esas manos temblorosas que sostenían el cuchillo que él usaría para darle fin a ese estorbo que lo tenía doblegado.

Mascarada de Rojo y Sangre ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora