4.- El nombre perfecto

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—¡Oye! —exclamó, pero sin enfado. Uno de los gatitos le estaba mordiendo la manga del jersey con entusiasmo— que eso no es comida, enano —recogió al felino del suelo y lo alzó frente a su cara en una escena digna del Rey León—. ¿Tienes hambre?

Alberto Garzón siempre hablaba con los gatetes como si estos pudieran entenderle. El pequeño al que sostenía era uno de los últimos que había llegado a La gatetería y parte de su trabajo era, una vez puestas las vacunas pertinentes, ayudar a los animales a acostumbrarse a estar con personas antes de poder sacarlos a la sala común. El pequeño parecía bastante adaptado aunque ni siquiera tenían aún un nombre para él.

Le observó unos segundos antes de dejarle en el suelo y acariciarle con afecto. El gatete le contestó con un agudo maullido y se lanzó a morderle la manga de nuevo, mirándole con unos ojos enormes del color del cielo.

Sus ojos se parecen a los de Íñigo... pensaba mientras apartaba de nuevo al animal que atacaba su ropa con avidez. Pero obviamente no puedo ponerle ese nombre.

Negando con la cabeza, sonrió un poco ante la idea y se acordó de que tenía un espectador. Se giró con un gesto de preocupación sutil, esperando encontrar a un matojo de nervios mirando de reojo desde el otro lado del cristal. Lo cierto es que se le calentó el corazón dentro del pecho cuando vio la cara que tenía en realidad.

Íñigo Errejón estaba encerrado en el salón de personal, con la puerta bien asegurada esta vez. Habían acordado que podía ver a los animales desde allí a través del cristal de la puerta para ir acostumbrándose a su presencia. Era la primera "sesión" y Alberto suponía que no se sentiría precisamente cómodo. Sorpresa la del malagueño al verle con la nariz completamente pegada al vidrio y una sonrisa, tímida pero evidente, asomando en la comisura de sus labios.

Mantuvo la expresión varios segundos hasta que se dio cuenta de que Alberto le miraba con cara de "parece que lo estás disfrutando". Después se recolocó las gafas mirando hacia otro lado e intentó ponerse serio de nuevo. Falló estrepitosamente, sin embargo, porque no podía concentrarse si el moreno tenía los ojos puestos en él.

De verdad que parece un gatete asustado.

Volvió a recoger al felino del suelo y se giró hacia la puerta. Alzó al gato hasta que sus ojos azules se alinearon con los de Íñigo y los comparó. Sonrió triunfalmente para sí mismo, dejando al otro joven bastante confuso, preguntándose qué coño estaba haciendo desde el otro lado de la puerta.

Si es que son iguales, joder.

No se imaginaba que desde la otra habitación, Íñigo suspiraba en silencio deseando poder intercambiarse con el gato que tanto se parecía a él.

Y es que era cierto que el joven fóbico no podía terminar de estar cómodo en aquel lugar, por muy seguro que estuviera de los animales. Cuando los gatos salieron de la zona de refugio un escalofrío le había recorrido la espina dorsal, todos los músculos de su cuerpo se tensaron y no pudo evitar sentir algo de miedo pese a estar detrás de un cristal.

Sin embargo, a medida que los minutos habían ido pasando se había relajado un poco. Se sentía mucho menos amenazado y su nivel de alerta había descendido. Lo peor de todo es que sabía que la causa de ello no era otra más que Alberto.

Parecía que el joven de la sonrisa eterna le daba a todo lo que le rodeaba un aura de ternura, como si al tocar algo lo volviera más luminoso y brillante. Como si irradiara dulzura y contaminara todo a su paso.

Es como un arma de destrucción masiva hecha de cosas bonitas, pensaba al presenciar la pelea de Alberto con dos gatos que intentaban trepar por su cuerpo.

Terapia de choqueWhere stories live. Discover now