1. Toma de contacto

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Cuanto más se acercaba, más dudaba de si era una buena idea. Llevaba las manos en los bolsillos pero no podía dejar de moverlas, frenéticamente. Creía que hasta había empezado a sudar.

Decidió parar un momento para tomar aire y expulsarlo despacio, varias veces, como Pablo le había enseñado. Lo hizo y se dio cuenta de que en la consulta todo resultaba mucho más fácil. Pero al final se armó de valor y continuó con la travesía por las calles de Madrid. Cuando vio el local aparecer a la vuelta de la esquina creyó que se le paraba el corazón. Joder, Íñigo, mira que eres imbécil se reprochó a sí mismo.

El nombre del local estaba escrito con letras negras estilizadas: La gatetería. Muy ingenioso. Si eres un crío de primaria, claro pensó también. ¿A qué clase de ser humano se le había ocurrido algo así? No podía caberle en la cabeza.

Tenía que concentrarse en lo que Pablo le había dicho tantas veces. Era capaz de dominar su propio cerebro; podía hacerlo sin problema. De hecho lo había conseguido muchas veces antes, lo había imaginado hasta la saciedad. Podía hacerlo.

Sin darse cuenta ya estaba frente a la puerta de cristal opaco. Alzó la mano para agarrar el asa debajo del cartel de "tirar" cuando vio un póster a su derecha. Varios pares de ojos de pupilas rasgadas le observaban desde él.

Ni de coña. No, no, no. Ni de puta coña.

Sin pensárselo dos veces alejó la mano de la puerta y giró sobre sus talones dispuesto a salir corriendo de allí. No pudo dar tres pasos antes de que la puerta se abriera a sus espaldas y una voz le hablara.

—¡Perdona! ¿No serás Íñigo, por casualidad?

Mierda.

Giró la cabeza casi a cámara lenta hasta que sus ojos se encontraron con los de la persona que le hablaba. En la puerta había un hombre, más o menos de su edad que le observaba con expectación. Era moreno, llevaba una barba informal que acompañaba a su aspecto general y tenía puesta una sonrisa que, para ser sinceros, encandiló a Íñigo.

Durante un segundo meditó la posibilidad de mentir y decirle que no, que se había equivocado de persona, que él se llamaba José Tomás, pero la mirada de reproche de Pablo le vino a la cabeza y acabó por ceder.

—Sí, sí, Íñigo Errejón —aclaró, girándose hacia su interlocutor completamente—. ¿Nos conocemos?

—No, aún no —el moreno se acercó hacia él y le tendió la mano sin quitarse la sonrisa—. Soy Alberto —Íñigo le estrechó la mano aún un poco confuso—. Alberto Garzón. Pablo me dijo que vendrías así que te estaba esperando.

La mano de Íñigo se congeló en medio del apretón. Sería cabrón, Pablo... menuda encerrona.

—Ah, ¿entonces esto es...? —señaló el local— ¿Tú eres el...?

—El dueño, sí —Alberto terminó la frase por él y se giró hacia la puerta esperando que el otro le siguiera—. Pablo y yo somos amigos desde hace ya algunos años y me dijo que un colega suyo necesitaba ayuda y no podía negarme. Los amigos de Pablo son mis amigos —se volvió de nuevo hacia el castaño al ver que no le seguía—. No me contó qué clase de ayuda necesitabas así que si quieres podemos pasar dentro, tomamos un café y me cuentas.

Estupendo. Encima el muy cabrón no le ha dicho nada. Ahora tengo que explicárselo y quedar como un auténtico gilipollas.

Asintió con la cabeza y esperó a que se diera la vuelta para reflejar el pánico en su cara. Podía sentir el temblor extenderse por sus piernas a medida que se acercaba a la puerta y las manos le sudaban dentro de los bolsillos otra vez.

Terapia de choqueWhere stories live. Discover now