3.- Salto de fe

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Se podría decir que la vida de Íñigo Errejón transcurría sin contratiempos. Habían pasado ya un par de días desde el incidente y todo había vuelto a la normalidad. Seguía teniendo una aversión irracional a los gatos y seguía intentando superarla visitando a un psicólogo con pintas de perroflauta que se burlaba de él a la primera de cambio. Todo muy normal, como siempre.

Bueno, no. Seamos sinceros. No todo era tan normal.

De ser normal no estaría comprobando la dirección en su móvil por enésima vez para llegar al bar en el que se había citado con Alberto. Y tampoco estaría mirándose cada vez que pasaba por un escaparate y recolocándose el pelo casi obsesivamente.

Ni siquiera él mismo comprendía muy bien qué cojones estaba haciendo. Cuando recibió el mensaje aquella tarde en el hospital creyó que le iba a explotar la cabeza. Estaba tan nervioso que terminó firmando el alta voluntaria para irse a su casa, donde podría obsesionarse a gusto. Al final, terminó contestó al whatsapp a las tres de la mañana después de tomarse tres cervezas en la soledad de su piso. Casi se tira por la ventana cuando a la mañana siguiente lo releyó y se dio cuenta de que su modo de contestar había sido demasiado entusiasta.

Habían quedado para tomar el dichoso café sin gatos en un bar diminuto en algún lugar recóndito de La latina que al parecer hasta google maps tenía dificultades para encontrar.

No pasa nada se dijo a sí mismo. Te tomas el café intentando no mirarle mucho y luego adiós muy buenas, te olvidas de que alguna vez te cruzaste con una criatura tan maravillosa. Lo pensaba pero al mismo tiempo negaba con la cabeza al caminar, como si ni siquiera él mismo se creyera sus ideas.

Porque Íñigo Errejón se consideraba a sí mismo un tío legal y si Alberto tenía novia... no, no. Para empezar él no tenía ningún interés de ese tipo en el moreno, ¿verdad? Sólo le había parecido guapo, como dijo Pablo. Nada más. Absolutamente nada más.

Iba tan inmerso en sus pensamientos que se pasó de largo y estuvo dando vueltas varios minutos hasta que se dio cuenta. Entre enfadado y avergonzado entró al final, mirando el reloj para comprobar cuánto tiempo llevaba de retraso, en el bar La cueva.

El lugar parecía bastante tranquilo o quizá lo vacío que estaba le hizo pensar eso. El ambiente era agradable; con una iluminación tenue y colores oscuros en el mobiliario. Una cover acústica de un grupo cuyo nombre no podía recordar sonaba por el hilo musical. El hombre que había tras la barra le saludó con un gesto de cabeza cuando entró y volvió a centrar su atención en las copas que estaba secando. Íñigo miró a su alrededor pero no encontró a Alberto en ninguna de las mesas ocupadas, que no eran muchas.

—Si buscas al friki de los gatos está por allí —el camarero, que debió verle la cara de desorientado, señaló con el pulgar hacia el otro lado de la barra, dónde al parecer había más mesas.

No pudo evitar sonreír por la forma en que se había referido a Alberto. Le dio las gracias con un movimiento de cabeza y se adentró en el bar inspirando hondo y frotándose las piernas para calmar los nervios.

Alberto estaba sentado a solas en una mesa rodeada por dos sillones de respaldo alto y tapicería roja bastante ajada. Llevaba un jersey de cuello smoking de color verde oscuro remangado hasta los codos. Pudo ver que llevaba una pulsera con los colores de la bandera de la república y sonrió aliviado durante un segundo. Aunque claramente no compartían gustos sus ideales sí que parecían afines. El moreno mantuvo la cabeza agachada, inmerso en un libro de bolsillo hasta que se percató de la presencia de Íñigo. Al levantar la vista, su sonrisa, como ya se había imaginado que pasaría, le cegó.

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