Capítulo 1

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La posada estaba a rebosar de hombres. Gruñí recogiendo los vasos de dos borrachos mientras tarareaba una canción de cuna que me cantaba mi madre... mi difunta madre... la tormenta seguía golpeando fuerte contra las ventanas y las paredes del local, haciendo que me estremeciera por el frío. No podía siquiera imaginarme el temporal que debían estar pasando fuera, o en el propio mar...

Una mano se posó sobre mi hombro, haciéndome sobresaltar. La posadera, con su característica sonrisa, me apartaba de la barra donde varios hombres me inspeccionaban. Ya estaba acostumbrada a esas miradas, sobretodo después de que mi cuerpo comenzara a cambiar. Mis pechos aumentaron de tamaño, igual que mis caderas, la cintura se me hizo mucho más delgada y ya no andaba con el mismo rostro demacrado. Las pecas regaban mi cara entre la nariz y las mejillas, los pómulos comenzaban a estilizarse y mi cabello crecía a medida que pasaba el tiempo.

—Vete abajo y trae más bourbon, Caris – pidió empujándome suavemente hacia el sótano, donde guardábamos la mercancía.

Yo no podía negarme, estaba atada de pies y manos a esta taberna desde el día en que mis padres murieron. Así que simplemente me recogí las faldas hasta las rodillas y comencé a bajar las escaleras al sótano. Podría haberle dicho a Grace (la posadera y mi dueña) que encargará esa tarea a sus hijos que, cómo no, ya empezaban a molestarme allá donde fuera.

—¡Eh, tú! – ese es Rick, el hijo mayor, aunque solo por unos pocos minutos – ¿A dónde crees que vas? – preguntó, a lo que yo lo ignoré. Mi única deuda era con sus padres, no con ellos, teníamos incluso la misma edad, no tenía por qué obedecerle o hacerle caso – ¿Estás ignorándome?

—No, solo estoy cumpliendo con mi trabajo, y tú deberías hacer lo mismo – puntualicé mientras rebuscaba entre las cajas un par de botellas llenas. Sentí cómo me tiraban del pelo, pero eso ya no me importaba. Respiré hondo mientras Rick me cogía del cuello y apretaba suavemente.

—No se te ocurra volver a darme una orden – exigió tirando de mi hacia atrás – ¿O has olvidado bajo el techo de quién vives? – cuestionó bajando una de sus manos por mi cintura hasta la cadera, donde enterró sus dedos con fuerza, causando que esa zona se convirtiera en un quemazón intenso de dolor.

—Bajo el de tus padres, no el tuyo – me atreví a responder. No le tenía miedo, ¿por qué debía hacerlo si no tengo ninguna deuda con él? – No te tengo miedo, así que deja de intentar hacerte el gallito – el chico me soltó y me empujó al suelo, cayendo yo sobre el polvo y él poniéndose encima mío, como si quisiera mostrar su poder sobre mi, no me acobardé ni un solo segundo, le sostuve la mirada.

—Deberías, pequeña Caris. Recuerda que aquí el libre soy yo – se levantó y me dio una patada en el costado. Me encogí y esperé su siguiente golpe, pero nunca lo vi venir. Él se había marchado cuando yo estaba intentando protegerme. Me costaba respirar durante unos segundos hasta que pude normalizarme. Me volví a levantar y cogí las botellas que antes llevaba antes de subir de nuevo a la posada, pasándome la mano derecha por el costado golpeado.

—Hasta que por fin llegas – dijo Grace empujándome hacia unos cubos – Lleva esto a esa mesa – me señaló una bandeja y me la dio antes de decirme la mesa donde se encontraban aquellos hombres, esperando ansiosos su bebida mientras hablaban en voz baja, ocultando hasta sus propios pensamientos de oídos ajenos.

Mientras iba me permití el lujo de observar cómo eran los clientes. Eran tres muchachos más mayores que yo, un hombre ya con la barba canosa y otro de mediana edad. Todos me parecieron atractivos, aunque fueran muy diferentes a lo que era todo este arenal al que llamábamos La Española. La taberna se encontraba en Puerto Plata, al noreste de la isla, lugar bastante más honrado que por ejemplo muchas tabernas de Cuba, Jamaica o Puerto Rico, donde había muchos refugios piratas.

Dejé las jarras de cerveza sobre la mesa y me volví a mi puesto de trabajo, detrás de la barra, donde ya tendríamos que empezar a echar a gente borracha a la calle. Sentí un azote en mi trasero, pero me obligué a ignorarlo, era una esclava y si hacía algo que molestara a mis dueños nada impediría que me dieran unos buenos latigazos o una pequeña/ gran paliza, lo que se les ocurriera primero.

—¡Moza! ¡Más ron! – chilló con dificultad un hombre casi acostado en la barra. La música de violín, guitarra y tambores del resto de esclavos soñaba con insistencia, así que pasé de largo, haciendo como que no había oído ese chillido – ¡Quiero más ron! – chilló de nuevo, aunque esta vez atrapándome el brazo y acorralándome contra la barra.

Su aliento era igual de fétido que su olor corporal, sus ropas olían a mierda de puerco revolcado en el barro y le faltaba dos o tres dientes. Su cara estaba llena de cicatrices, apenas tenía pelo y su barba y bigote tenía migajas de algo podridas junto a restos del ron que antes bebía. Intenté separarme, pero el muy cerdo tenía fuerza y me seguía teniendo acorralada contra la pared.

—Creo que debería irse – aconsejé educadamente mientras ponía los puños sobre su pecho.

—Qué bella moza... – susurró cogiendo uno de mis cabellos, lo olió y casi sentí la bilis en la garganta – ¿Por qué no subimos un rato? – preguntó melosamente mientras bajaba sus manos a mis nalgas y a zonas íntimas.

—No, suélteme – me volví a remover, sintiendo cada vez más el pánico recorrerme cuando sus manos apretaron mi zona íntima de forma salvaje – Déjeme, por favor – supliqué sintiendo las lágrimas a punto de saltarse.

—¿No la ha oído? – preguntó una voz detrás del cerdo de dos patas – Suéltela inmediatamente o correrá la sangre.

—¡Métete en tus asuntos! – chilló intentando besarme, aunque mis esfuerzos por escapar casi me hacían sentir una hormiga comparado con lo que él me doblegaba.

—No lo repetiré de nuevo – cogió al hombre de la chaqueta y el brazo y tiró de él para que me soltara – Márchese, ha bebido demasiado – el hombre escupió en el suelo y me empujó contra la barra antes de levantarse del taburete y marcharse.

Me aparté las lágrimas con brusquedad de los ojos y miré al hombre que me había salvado. Mi sorpresa no fue otra que aquel era uno de los muchachos a los que había servido. No podía estar más agradecida. Asentí en su dirección, incapaz de decir ninguna palabra coherente. Él se puso un sombrero y le dio un toque antes de salir de la taberna.

Me apoyé sombre la barra y dejé caer la falda de mi vestido hasta los tobillos, nerviosa por todo lo que acababa de suceder y de que nadie se hubiera dado cuenta. Miré a los taberneros, hablando con un hombre corpulento. Miré de nuevo hacia la puerta y eché a correr.

Debía darle las gracias...

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