13. "Furya"

36 2 0
                                    

No sé exactamente cuando comenzó todo. Pero recuerdo cuando terminó. Lo recuerdo como si fuera ayer, como solo se puede recordar el último día de tu vida.

No sé de que me conocía. Yo no la había visto nunca, pero ella a mí sí. Me había dado cuenta de su presencia durante días, semanas, meses, quizás, no lo sé...

Siempre era lo mismo. Pasaba por la noche, cuando salía de mi trabajo y me dirigía a casa.

Mi barrio no es famoso por ser el más seguro del mundo, y mucho menos el más limpio. En trayecto hasta mi casa, la cual estaba al final de la calle, era eterno. La escuchaba tras de mí. Los escuchaba a los dos. Sabía que era una chica por su menuda figura, a pesar de que nunca le veía el rostro.

No sé desde que punto del trayecto empezaba a seguirme, ni cuándo comencé a preocuparme.

Siempre era lo mismo. Si yo me paraba, ella paraba. Si me giraba, ella no se inmutaba. Y ella siempre vestía igual. Pantalones negros, una chaqueta negra con una capucha que le tapaba la mayoría del rostro, y una zapatillas negras con los cordones blancos. Además, nunca iba sola. A su lado, aquel gran perro de aspecto peligroso la acompañaba, unido a ella por una correa negra.

Temblaba cada noche. Ella siempre estaba ahí. Cuando llegaba a casa, ella solo se detenía allí, en mitad de la calle. Yo subía a mí piso, pero ella nunca me seguía.

Desde la ventana, la observaba, paranoico. Ella solo estaba allí, de pie, y su perro, sentado a su lado, esperando algo que jamás llegaba. Llenando cada vez más mi mente de locura, mi corazón de miedo y mi alma de oscuridad.

Noche tras noche. Día tras día. Ya no podía dormir. Ella me atormentaba en los sueños también. Tenía miedo de que al fin, se hubiera decidido y hubiera entrado en mi casa. De que me estuviera observando desde un rincón oscuro, dispuesta a realizar lo que tantas noches llevaba planeando.

Mis amigos no me creían. Me tacharon de loco, dijeron que todo era culpa de las drogas que solía tomar, y me dejaron solo.
Mi familia... Ellos no me importaban. Los abandoné hacían ya cinco años, cuando cumplí los dieciocho.

Al no poder dormir de noche, me desconcentré en mi trabajo. Me dormía, no entregaba documentos a tiempo, y casi dos semanas después, me despidieron.

Esa misma noche en la que me despidieron, al volver a casa, ella volvía a estar allí. No aguantaba más. Estaba harto de esa idiota. Tiré mis cosas al suelo con furia, y di un grito.

-¿¡QUÉ QUIERES DE MÍ!?- Le grité. Ella no hizo nada. Esa sucia puta solo se paró. El asqueroso de su chucho me gruño. Ella estaba más cerca mía que de normal. No dijo nada. No contestó. Ni se movió. Di un paso hacia ella, sin saber muy bien qué iba a hacer exactamente, si amenazarla, herirla o sencillamente matarla.

Sin embargo, no pude hacer nada. Su perro, el cabrón de ese chucho que, visto de cerca, parecía una extraña mezcla entre Staffordshire y Rottweiler, tan negro como la ropa de su dueña, me gruñó aún más amenazadoramente que antes, mostrando sus afilados colmillos amarillentos... Y extrañamente rojizos. Aquello me hizo pararme en seco.

No había duda, estaba seguro. Eso era sangre. Su perro tenía sangre en la boca.

La miré, dispuesto a acusarla, pero no pude. Bajo su capucha, había una sonrisa en su pálida cara. Literalmente, estaba dibujada, en negro. Desde una oreja hasta otra, pasando por sus labios, realmente siniestra.

Decidí alejarme. Las drogas me habían podrido el cerebro, pero hasta yo sabía que era lo más sensato.

-Aléjate de mí- Dije, solamente, volviendo a mi camino. Ella volvió a seguirme.

Querido Diario: HistoriasWhere stories live. Discover now