Una Botella para Soplar

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La cordillera de Atacama es un lugar inhóspito para tener animales, sobre todo considerando el clima desértico de la zona. Sin embargo, durante aquellos años, las lluvias invernales habían sido bastante generosas, provocando algo más de vegetación y follaje para los animales, lo que a Ángela convenció de que ese era el único camino que tenía para poder mantener a la familia. Así que junto a sus cinco hijos había decidido continuar con lo que a ratos deseaba dejar de lado por lo sacrificado que era: criar ganado caprino para vender sus productos: leche, quesos y el preciado cuero que por esos años, —mediados del siglo pasado—, era muy apreciado. Para ello, se vio en la necesidad de sacrificar la educación de sus hijos, al menos por un par de años, ya que el dinero escaseaba y, siendo viuda, lo único que le quedaba era aventurarse nuevamente en lo que su familia siempre había hecho: criar ganado.

Ángela era una mujer de aspecto bondadoso, de piel curtida por los años y de manos trabajadas por la leña y quehaceres del hogar. Era bajita, de piel morena y cetrina, que acostumbraba a llevar el cabello largo y peinado en un moño apretado. Se trataba de una mujer de esfuerzo, muy cariñosa con sus hijos: Walter, el mayor, un mozo algo rebelde que hubiese preferido quedarse en la ciudad con amigos, en lugar de aventurarse por esos territorios, pero el cariño por la familia y la obligación de ayudar a su madre —viuda desde hacía unos seis años— hacían mella en su conciencia, instándolo seguirla en aquella aventura; Hugo, el más pequeño, quien aún no estaba en edad de entrar al colegio; Eva una morena casi adolescente, altanera y muy hábil con las manos pues tejía hermosos telares, chalecos y guantes para la familia, además bordaba en punto de cruz lindos choapinos en tela de saco, los cuales luego vendía para ir en directo beneficio de la cacerola familiar, esa que a menudo escaseaba y que ella se sentía orgullosa de poder aportar. Y, por último, estaban las gemelas de diez años, Ada y Alma, que eran las que más disfrutaban con la aventura cordillerana. Amaban las cabras, el salir a pastorear, de correr con los perros, montar en burro y sobre todo, de disfrutar del aire frío y limpio, lejos de la ciudad y de la escuela.

Una noche, luego de haber cenado y cuando el día había sido lo suficientemente agotador, la familia completa se encontraba reunida a la orilla de la fogata. Ángela aprovechaba de hilar un poco de lana de oveja que le habían regalado por ahí para luego tejer un par de chalecos a las mellizas. A su espalda se hallaban las rucas de piedra con algo de madera con la cual se protegían del frío invernal de la noche, en donde también guardaban sus pocos enseres y víveres.

Durante la tarde, habían llegado unas familias conocidas por ellos a acampar en ese lugar, pues en los sectores más altos había caído bastante nieve lo cual era peligroso tanto para ellos como para los animales. Era casi invierno, mes de mayo y aquella tarde, el frío era intenso, así que aprovecharon de hacer una buena hoguera con leña seca de retamo que mantenían protegidas en una de las cuevas de los cerros cercanos, cuevas posiblemente de algún pirquén minero olvidado con los años. Estarían a la orilla del fuego hasta que lograran reunir suficientes brasas en algunos recipientes de lata para abrigar las habitaciones. En una dormían los dos niños y en la otra, Ángela y las niñas.

Mientras esperaban a que el fuego ardiera lo bastante para que las brasas fueran lo suficientemente resistentes, un par de hombres, miembros de una de las familias que había llegado durante la tarde, se acercaron a la fogata.

—¡Cuidado amigos! ¡Anda por ahí el «Tuetué»! —advirtió uno de ellos en voz alta, refiriéndose a un pájaro extraño y temido que solía atacar a las cabras, succionándoles la sangre hasta la muerte. Nadie había visto realmente a esa ave, sólo se escuchaba su característico y tenebroso trinar en medio de un extraño sonido que aterraba a cualquiera que lo oyera. Muchas leyendas tenían relación con este extraño ser, algunos decían que era una especie de vampiro, un engendro del «más allá»; otros aseguraban que se trataba de un fantasma que cazaba y asesinaba por gusto y que ningún ser humano podía verlo, porque si lo hacía, estaría condenado a muerte. La leyenda también indicaba que para ahuyentarlo, se debía soplar en la boca de una botella vacía de vidrio. Tal sonido ahuyentaría a la bestia, alejándola del lugar.

Ángela de inmediato se inquietó, pues debía cuidar a la familia y a los animales. Si bien las cabras del corral estaban protegidas, por estar cerca del campamento, habían tres que corrían peligro: se trataba de hembras preñadas que estaban guarecidas en las cuevas de uno de los cerros aledaños y si las dejaban solas, podían ser devoradas por el «Tuetué». Raudamente se puso de pie junto a su hijo mayor y a Eva, ordenando a las mellizas y a Hugo, que se quedaran en el campamento y que ante cualquier movimiento sospechoso o trinar del ave, que alguno soplara la botella lo más fuerte que pudiera. En ese momento Ángela entregó una botella a Ada y la otra se la llevó para ir en busca de las cabras de las cuevas. Luego comenzó a marchar junto a los recién llegados, llevando un par de antorchas para iluminar el camino pero en ese momento todos sintieron nuevamente el cantar del ave, esta vez muy cerca, como llegando al corral. Ella y los otros se devolvieron en consideración a que el sonido era demasiado cercano. Se apresuró a sacar la botella que tenía en el delantal para soplarla, pero a medida que lo intentaba, una carcajada le salió en forma espontánea, sin saber a qué se debía. El resto la miró sin entender, y ella solo se sintió extraña, no era común, no se sentía bien... y luego una risa irrefrenable hacía presa de ella completamente, la que fue contagiada casi en forma instantánea a sus acompañantes.

Primero fue Ángela quien no pudo hacer el sonido con la botella, luego Walter... después los afuerinos. Todos reían, una risa que a algunos arrojó al suelo, llorando, hipando y desesperados, al no poder contenerla y con miedo, ya que no era normal y porque se trataba de algo que no podían controlar.

Ada y Alma, miraban aterrorizadas, en tanto Hugo, el más pequeño, se había puesto a llorar por la inusual reacción de los adultos y por el amenazante trinar del ave que estaba sobre sus cabezas. Ada, en medio del terror y desconcierto que le provocaba aquella situación, sacó la botella que al principio le había dado su madre, pero un calor la invadió y una fuerza que no sabía de dónde venía, se apoderó de ella totalmente: la risa que la desternillaba, era imposible de controlar, la que posteriormente fue transferida a Ada. Todos reían... pero Hugo lloraba....

Ángela y Eva, seguían en el suelo, a punto de caer en un colapso, pero como pudo, la madre hizo algunas señales al niño pequeño para que intentara soplar la botella. Hugo, en medio de su llanto, sopló, pero no logró hacerla silbar. La risa a él no lo invadió, pero el miedo que sentía, hacía casi imposible hacerle reunir las fuerzas necesarias para llenar sus pulmones de aire y accionar el instrumento. Al cabo de varios intentos, en medio de sollozos, de las risas del resto que se burlaban de la situación y del canto despiadado del animal que sobrevolaba encima de ellos en medio de la oscuridad, logró hacer un par de sonidos con la botella. Cuando finalmente estos fueron audibles, el «Tuetué» cesó su cantar y las risas se silenciaron.

Hugo arrojó la botella al suelo y corrió a los brazos de su madre, asustado, tiritando de miedo. La mujer recibió a su hijo, tratando de sosegarlo y de calmarse ella misma.

Nadie supo qué fue lo que se apoderó de ellos aquella noche. Lo cierto es que al otro día las cabras de las cuevas no estaban y sus cuerpos jamás fueron encontrados.

¿Qué fue lo que ocurrió realmente?

Sinceramente, nadie lo sabe... O tal vez sí... quizá la respuesta sea tan temible que ninguno se atreve a decirlo a viva voz que el Tuetué posiblemente sí sea una bestia de otro mundo... 



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