Epílogo

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Querida Anaëlle:

Nunca fui muy buena con eso de las cartas de amor.

Una vez en el instituto, recuerdo que la profesora de literatura nos mandó escribir una carta, pretendiendo que éramos poetas sacados del movimiento artístico y pensador denominado como romanticismo a finales del siglo XVIII aproximadamente. Yo tenía catorce años por aquel entonces, y mi acercamiento más próximo al amor fue besando a un chico, el que, por cierto, ni quisiera me atraía. Así que la palabra "amor" no existía en mi vocabulario. Pese a llamarse «romanticismo» este movimiento, predominantemente literario, no tiene nada que ver con la idea actual de romance. Nada de velas en un caro restaurante, langosta para comer, vino tinto y flores rojas en el centro de la mesa. Trataba de amor no correspondido, de adulterio, de sangre, de muerte... Muchos autores de esa época se suicidaron. Fui con aquella idea fija hasta mi casa; me senté en mi cama, sobre el mullido edredón, con un cuaderno en frente y un bolígrafo de tinta negra, y dejé que todo el dolor, la angustia, la soledad, lo perdida que me hallaba y el vacío que toda mi adolescencia había estado sintiendo se liberase. La adolescencia, para mí, nunca tuvo sentido; sólo se pierde un poco de inocencia, nada más. Un recuerdo vago de los feos años de ser una idiota; ¿no se supone que la juventud debe ser hermosa? Escribí una carta compleja, difícil de entender; donde un chico le escribía a una chica de la se enamoró y que lo abandonó. Para luego enterarse de que esa misma chica se había quitado la vida meses después. No pudo con la pérdida de su amada, por ello decidió quitarse la vida arrojándose desde un puente.

Creía que mi carta era brillante, triste y conmovedora, pues todos mis compañeros relataban historias sobre lo feliz que podías ser con una persona y lo bonito y maravilloso que era el amor, sin entender del todo el concepto de romanticismo. La profesora leyó nuestros relatos en su casa. (Lo que yo agradecí, pues en aquella época yo era demasiado cobarde para expresar mis sentimientos en voz alta, mucho más que ahora.) Y al día siguiente me pidió que me quedase después de la clase; creí que me iba felicitar por mi carta. Lo que en cierto modo hizo: Me dijo que mi carta era bonita en su mayoría, aunque había pequeños matices a mejorar. Luego me preguntó que si estaba bien. Que si en mi casa me iba bien, que si no tenía problemas con mis amigos, con mis padres, con mis hermanos...

Que si alguna vez me había enamorado y posteriormente me habían roto el corazón.

Yo sólo tenía catorce años y le dije que qué malditos problemas podría tener una niña de esa edad. Ella frunció la cejas y no me hizo más preguntas.

Pero sí; yo por aquel entonces no sabía que una adolescente de catorce años puede tener serios problemas.

Porque yo tenía un gran problema a esa edad, y lo sigo teniendo ahora.

Cuando te conocí, lo primero que pensé fue que eras mi antípoda; pelo, ojos y piel oscuros. Y no sólo eso; lo tímida que te mostraste, lo cerrada, lo lejana... Te di mi número de teléfono por diversión, por ver la cara que pondrías. Pensé que serías una chica religiosa, puritana e inocente. Que pensabas que el hecho de que dos chicas estuvieran juntas estaba castigado con la pena de una vida eterna en el infierno.

(La verdad, nunca he entendido a esas personas que justifican sus argumentos en contra de la homosexualidad con las palabras y acciones de Dios. Diciendo que Dios no lo quiere así, que va contra natura. ¿Qué van a saber ellos sobre qué prefiere o no prefiere Él? Jesús dijo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». ¿Por qué ponen en su boca cosas que Él nunca dijo? ¿Por qué quieren convertir a Dios en uno cruel y discriminatorio? Mi Dios nos quiere a todos, no importa a quién decidamos amar.)

Y me sorprendió cuando a los pocos días me llamaste diciendo que querías volver a verme.

Tengo que admitir que sentí algo en mi pecho. Creo que era el corazón encogiéndose, pero fue algo más fuerte; algo liberándose.

Después de todo lo que vivimos; los besos, las caricias, tu apartamento, las sábanas blancas, el lago en el sur de Gales, las cartas, tus fotografías, nuestros cuerpos brillando por el sudor, nuestra desnudez, los libros que compartimos, las palabras; me di cuenta de que me estaba empezando a acostumbrar a ti.

Siempre tuve un problema, Anaëlle; siempre pensé que estaba sola.

Siempre pensé que nadie podría llegar a quererme. Que era como la luna: todo el mundo me aullaba, pero nadie me quería.

Y todo cambió.

De repente, tú me querías y yo te amaba de vuelta. Alguien me amaba lo suficiente para complicarse la vida por mí. Alguien me miraba como si fuera el mayor secreto mejor guardado jamás existido.

Y alguien me hacía sentir como en casa.

Por fin, por una vez en toda mi vida, no me sentía sola.

Pero me asusté. Un domingo amanecí en tu cama y al ver tu rostro profundamente dormido e inocente, y tu mano en mi cadera; me entró el pánico.

Pensé en el día en que te irías, el día en el que no estaríamos juntas. El día que ya no habría un nosotras... Ahí no lo sabía. Ahí seguía creyendo que no me amabas a mí, que amabas la idea bella e idílica que todo el mundo se imaginaba cuando pronunciaba mi nombre. Que sólo disfrutabas de mi cuerpo como muchos otros habían hecho. Y decidí irme.

Sí. Irme.

Porque es lo que todas las persona cobardes sabemos hacer; huir.

Cogí todas mis cosas y me largué.

Me encantaría volver sobre mis pasos y arreglar este enmendable error. Pero ya es demasiado tarde, porque ya me debes de estar odiando. Me engaño a mí misma cada día diciéndome que así es cómo funciona el mundo; unos aman y otros odian. Y me he preguntado si en todas mis anteriores relaciones era yo la que amaba o la que odiaba. La añorada o la indeseada. Y no he podido encontrar la respuesta.

Supongo que es lo que ha estado siempre mal conmigo: que nunca he sabido encontrar a alguien adecuado. O encontrarme a mí misma de una manera adecuada.

Sé que la felicidad está dentro de uno, no al lado de alguien. De verdad que lo sé. Pero yo era mejor persona a tu lado. Tú me hacías mejor persona y yo quería serlo. Quería ser lo mejor para ti porque te lo merecías. Lo sigo queriendo, por cierto. Porque contigo nunca tuve dudas, sólo certezas, y he supuesto que es así como el amor debe ser, como se debe sentir.

He escrito esta carta y supongo que se quedará guardado en el fondo de un cajón de mi escritorio, que algún día la tiraré o la quemaré.

Porque no voy a tener valor suficiente para enviártela. Porque no creo que nadie tenga las agallas de leerla. Ni tú, ni nadie...

Ni siquiera yo.

Siempre tuya,

Mae.

31 días sin MaeWhere stories live. Discover now