Amor de padre - capítulo 4

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Me hundí a plomo.

Juro que no sé qué pasó. Había recorrido aquel camino decenas de veces cuando era una niña, pero aquel día, quizás fuese por las corrientes marinas, o sabe Dios el qué, descubrí que había una zanja. Un profundo agujero abierto en la arena y disimulado por la turbiedad del agua en el que, de repente, me hundí.

Fueron solo un par de segundos los que pasé sumergida, pero tal fue el terror que sentí que se me vaciaron los pulmones al instante. Era como si me ahogara. Como si me muriera.

Como si fuera el fin.

Dos segundos de pánico en estado puro. De haber podido, habría gritado hasta romperme las cuerdas vocales. Bajo el agua, obviamente, era imposible. En consecuencia, solo me quedaba reaccionar si no quería morir, y así hice. Me propulsé con los pies y salí a la superficie, empapada y asustada, pero viva...

Fue entonces me di cuenta de lo ridícula que había sido. Había sido solo un instante, pero había sucumbido al pánico de tal forma que había perdido el control.

Tonta.

Tonta.

¡Tonta!

El chapoteo de los pasos de Raúl al intentar ir a por mí me hicieron reaccionar. Me volví y le vi correr a toda prisa, cual vigilante de la playa poco entrenado. ¡Estaba yendo a mi rescate!

Como si yo lo necesitara...

—Tranquilo, tranquilo, estoy bien —me apresuré a decir, reprimiendo una carcajada ante la absurdez de la situación—. No te metas, está helada.

Me apresuré a recoger las algas y volví a la arena, donde el viento logró que el frío se me calase en los huesos. Raúl me dejó su chaqueta, tratando de ayudar en lo que podía, y juntos subimos la escalera con el faro como objetivo. Teníamos el ingrediente principal para la pomada, pero si lo que quería era sobrevivir para prepararla, era clave que pudiera cambiarme de ropa. ¿Y qué mejor lugar que la casa de mi hermanito?

Raúl dudó en si debía entrar. Aunque había intentado acercarse a Arturo, este se había cerrado en banda desde la partida de Rodrigo, reduciendo su círculo al mínimo. Solo se relacionaba con la familia. A pesar de ello, el nuevo enterrador había insistido, tratando de ganarse su amistad yéndolo a visitar y asegurando que podrían jugar juntos a la consola cuando quisiera, pero no había funcionado. Arturo lo veía como un advenedizo que intentaba usurpar el lugar de su mejor amigo, y se negaba a dejarle entrar en su mundo.

Los Batet podíamos llegar a ser muy injustos a veces, y aquella ocasión fue una muestra de ello. No obstante, las circunstancias eran delicadas y yo necesitaba entrar en calor antes de morir en el intento, así que no permití que sus tonterías me perjudicaran. Cogí la mano de Raúl con firmeza y no la solté hasta llegar el apartamento del faro, donde mi hermano nos esperaba con un albornoz entre manos. Lo había visto todo por la ventana... y no era el único.

Mi padre estaba con él.


Ya no había rastro de Raúl cuando salí de la ducha unos minutos después. Desconocía si había sido decisión de mi padre, o de Arturo, o de los dos, pero se habían encargado de que mi amigo se desvaneciera sin decir ni media. Un gesto desconsiderado que, como al menos Arturo ya imaginaba, desató mi ira.

—¿Se puede saber qué os pasa? ¿¡Por qué le habéis echado!? ¡Y pobre de vosotros que me digáis que se ha ido por voluntad propia, que nos conocemos!

—No le he dicho nada fuera de lugar, Bianca —respondió mi padre en tono repelente—. Simplemente le he comentado que no necesitábamos nada más de él y que podía irse al cementerio, o al agujero del que sea que haya salido. ¿Acaso he dicho algo malo?

NOIR - ¡Tres brujas!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora