─── Capítulo 12. La Reina de la Nieve

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El Palacio de Hielo se alza imponente en el Norte, bajo la aurora boreal violácea que ilumina el cielo nocturno y, sentada en su trono se encontraba la mítica Reina de la Nieve.

Era hermosa, su pálida piel brillaba ante el reflejo del sol; su vestido blanco era tan largo como el de una novia y su cabello plateado, ondeaba al caminar. La mujer llevaba consigo un cetro de hielo, cuya punta brillaba en tonalidades azules y plateadas.

La monarca observaba con esos ojos pálidos, la gran puerta de hielo que se alzaba a pocos metros de su trono.

El Viento del Norte regresó al Palacio de Hielo con un invitado muy especial: Ruslan Blanche. La nube gélida, compuesta por hielo y copos de nieve, rodeó la sala del trono y en un torbellino se fue disipando hasta desaparecer por completo.

El joven Ruslan apareció en el suelo de hielo, completamente agotado y cubierto de pequeños copos tanto en el suéter como en el cabello. Su cuerpo entumecido, se enfrió y los labios le temblaban.

—No hay necesidad de que te inclines ante mí, Ruslan —pronunció la Reina.

Apenas el muchacho levantó la vista, un lienzo enrollado cayó a centímetros de él. Siendo la pintura que más guardaba con recelo, la tomó de inmediato, pegando a su pecho el lienzo, como el tesoro que más debía proteger.

—¿Quién hubiera pensado que después de todo, ese inútil podría hacerlo? —habló la Reina de la Nieve—. Sin duda solo fue suerte.

Ruslan se puso de pie, con el lienzo aferrado a su pecho, contempló a la hermosa mujer que caminaba hacia él y, con temor, dio un paso hacia atrás. Ella lo miraba con esos ojos azules que intimidaban incluso al más valiente.

—¿Cómo estuvo tu viaje hacia aquí, querido? Parece que lo hiciste bien, la mayoría llega como un bloque de hielo —añadió rodeando a su invitado—, tienes un corazón fuerte, Ruslan —rio.

Sin duda esa mujer era muy hermosa, no cabía duda. Sin embargo, él sabía que su belleza era incluso inferior a la maldad en su corazón. No sabía mucho de ella, ni siquiera cuando desaparecieron sus padres, aunque ahora, las piezas del rompecabezas se iban colocando solas sobre la mesa, por lo que llegó a la conclusión de que ella, la Reina, había sido la responsable de todo lo que estaba sucediendo en su vida.

—Bien, sígueme —ordenó.

La mujer subió las escaleras de caracol, guiando a través de ellas a Ruslan.

Las paredes estaban adornadas con arcos de los cuales, estatuas de hielo descansaban en diferentes poses y con distintos objetos. El chico contempló cada una de ellas, esculturas cuyos detalles tan realistas le daban la sensación de estar viendo personas congeladas. Había músicos, cantantes, pintores..., artistas en sus diferentes profesiones y con distintos talentos y, algo en su corazón, le advertía que esas personas no eran artistas comunes... ¿qué tenían en común todos ellos?

«La magia», se respondió a sí mismo.

Tragó saliva y continuó subiendo las escaleras, siguiendo muy de cerca a la Reina.

Al final de las escaleras, una enorme puerta se abrió. Una estancia circular, con enormes pilares de hielo y cristales se alzaba ante ellos, y, en medio un espejo reflejaba a la Reina de la Nieve.

—Acércate al espejo, Ruslan —ordenó la gélida mujer.

El chico, como si no tuviera voluntad, dio unos pasos. El reflejo de la Reina parecía analizarlo a detalle, su fría mirada se posó sobre él, haciendo que una inexplicable sensación se apoderara de su cuerpo.

—¿Qué sucede? —preguntó Ruslan llevándose una mano al pecho—. Estoy muy frío...

—Hay dos herederos, los necesitamos a los dos —pronunció el reflejo.

Una ráfaga de nieve atravesó el cuerpo de Ruslan, la fuerza lo empujó hacia atrás, haciendo que se tropezara con sus pies y cayera de espaldas. Soltó el lienzo y con sus brazos, intentaba darse calor.

—¡¿Qué quieres decir con dos herederos?! —gritó la Reina de la Nieve.

El lienzo se alejó de él varios centímetros.

—¿Qué significa esto? —Irritada, la Reina se dirigió hacia Ruslan—. ¿Tienes un hermano o hermana? Será mejor que me digas la verdad.

—No, soy solo yo. No tengo hermanos —respondió sin dejar de abrazarse.

Ni siquiera tuvo pensarlo demasiado, la respuesta había brotado de sus labios en automático.

—¿Enserio? —preguntó la Reina dándole la espalda. No se escuchaba del todo convencida—. ¿El pequeño niño trata de jugar al héroe?

—No, no, no... lo prometo —negó con voz temblorosa.

—Te preguntaré de nuevo, ¿hay otros niños en tu familia, además de ti?

—No hay nadie más —insistió abrazándose a sí mismo.

—Tuviste tu oportunidad, elegiste mentir, no puedes mentirme, no con el hielo invadiéndote. Mientras invade cada parte de ti, puedo oír la voz de tu corazón y me dirás su nombre.

La mirada de la Reina se posó sobre el lienzo. Con solo extender su azulada mano, descubrió la pintura que Ruslan trataba de ocultar.

La pintura se abrió ante ella; una niña rubia de brillantes ojos azules se retrataba en él.

—¿Es ella? ¿Es tu hermana? —preguntó la Reina.

Un murmullo resonó en el salón del trono. Un nombre era lo único que necesitaba la Reina para dejarlo en paz. Un nombre que el corazón de Ruslan no pudo evitar pronunciar.

—Eyra —murmuró la Reina de la Nieve—. Así que el nombre de tu hermana es Eyra.



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