Capítulo 9

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Corrí por una densa capa de polvo gris mientras a mi alrededor tomaban forma figuras humanoides de un par de metros de alto que tenían brazos alargados, garras afiladas, cabezas en las que los rostros no eran más que inmensas fauces repletas de colmillos puntiagudos y pieles resecas, agrietadas, de tonos marrones oscuros; esas cosas carecían de ropa y proferían ruidos entrecortados de gárgaras roncas.

—Fantástico, han soltado a los perros de caza —mascullé, entre jadeos.

Desenfundé la pistola, apunté a la cabeza del primero que corrió hacia mí, disparé y la bala, cubierta de polvo rojo, le reventó varios colmillos, le atravesó el cráneo y lo lanzó a peso muerto contra la superficie oculta por la densa capa de partículas grises.

—Uno menos. —Miré de reojo a las cosas—. Solo quedan unos veinte.

Aceleré el paso al mismo tiempo que las figuras humanoides dejaron de correr de pie, se tiraron al suelo y trotaron con las piernas y los brazos mientras echaban las cabezas de un lado a otro con movimientos bruscos y la saliva, amarilla y corrosiva, les goteaba por los colmillos.

—No me asustáis. —Sin detenerme, disparé y le reventé el cráneo a una de esas cosas—. Me he enfrentado a bichos peores. —Un débil resplandor verduzco titiló a unos cien metros, destrocé con un balazo la cabeza de otra figura humanoide y corrí hacia el tenue centelleo—. Saldré de este oscuro mundo onírico, destriparé a la corte negra y le arrancaré el corazón al enfermo del antifaz.

Al acércame al resplandor verduzco, la capa de polvo perdió densidad y vi una casa en muy mal estado; los muros, llenos de grietas, daban la impresión de que no tardarían en colapsar, la pintura verdinegra descascarillada revelaba el largo pasar del tiempo y las tejas azabache, desprendidas y resquebrajadas, terminaban de dotar a la casa de un aura desoladora.

—No tienen muy buen gusto a la hora de construir en este reino de pesadillas —dije, tras adentrarme en el claro donde se encontraba la casa, ojear las ventanas tapiadas y comprobar que las cosas raras que me perseguían se paraban en los límites de la capa de polvo—. Buenos chicos, si encuentro un hueso o una pelota, os lo tiraré para que entablemos una sana relación y así no tratéis de comerme y yo no tenga que mataros —les hablé a las figuras humanoides mientras se ponían de pie y proferían chirridos cortos y roncos y dirigí la mirada hacia la casa—. Vamos a ver qué hay adentro.

Enfundé el revolver, ignoré a las cosas raras, caminé pisando el terreno reseco hacia la puerta doble de madera maciza de la casa, bastante carcomida y con el barniz muy deteriorado, alcé un poco la vista y observé la nubosidad amarilla que cubría el firmamento.

—Sin duda un curioso sitio para vivir. —Me detuve en la entrada, cogí la aldaba de hierro con forma de sonriente cara demoniaca y toqué un par de veces a la puerta—. Mejor ser educado, que las formas hay que guardarlas incluso en el mismo Infierno. —Esperé unos veinte segundos y llamé de nuevo—. Qué lástima, va a resultar que no vive nadie en la siniestra casa que está en medio del reino de pesadillas. Un auténtico desperdicio.

Las figuras humanoides intensificaron los chirridos y, mientras giraba la cabeza para mirarlas, la puerta, tras producir un fuerte crujido, se abrió y una fina capa de humo verduzco surgió del interior de la casa.

—A saber, quién se ha entretenido quemando madera embadurnada con sustancias tóxicas en la chimenea obstruida de la casa espectral. —Tosí, me cubrí la boca con la manga y me adentré—. Y encima tienen las ventanas tapiadas. Tendrían que ser más serios con las licencias de construcción y de compra en el mundo onírico.

La fina capa de humo verduzco se diluyó y se apreció mejor el vestíbulo; en las paredes de ladrillo viejo, ennegrecidas por un antiguo fuego, había muchas fotografías y cuadros de un risueño niño acompañado por un hombre de barba y pelo canoso.

Ecos de un delirio disonanteWhere stories live. Discover now