Capítulo 4

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Dolorido, igual que un animal apedreado que resucita en un mundo oscuro, deprimente y perverso, abrí los ojos y me fundí con la tétrica atmósfera de la habitación sucia repleta de marcas de palmas ensangrentadas, vómitos, orín y heces. Me encontraba en el decadente escenario de una obra de teatro en la que interpretaba el papel protagonista y acaparaba la mayor parte del libreto.

—¿Ahora dónde mierda estoy? —Me acaricié la sien y la piel escoció con el roce de las yemas—. Esos despojos me dieron bien. —Apreté los dientes al sentir punzadas en el cráneo—. Maldita escoria, tengo que pararlos.

Fui a incorporarme, pero mis músculos no me obedecieron; mi cuerpo pesaba más que una gigantesca montaña de cadáveres apilados para servir de alimento de gusanos y buitres.

—Lo que me faltaba, no ser capaz de levantarme de este colchón mugriento y arrancarles los intestinos y las tráqueas a esos desechos que no merecen llenar sus pulmones de aire. —El techo, infectado de telarañas y lleno de polillas enredadas tratando de liberarse con el aleteo de las alas deformes, era recorrido por una gran cantidad de ciempiés que supuraban un líquido verde—. Fantástico, no solo no me puedo mover, encima tengo que ver en vivo uno de esos documentales de bichos de los que tanto le gustan a Noaria. —Me negué a ser un inútil, no era mi estilo, apreté los dientes, inspiré con fuerza, luché contra el dolor y logré moverme un poco—. ¡Vamos, no puedes permitirte que vuelvan a matar! —Gemí cuando los huesos hicieron el amago de partirse en millares de astillas—. ¡Vamos, lamentable saco de fracasos, mueve tu culo y levántate!

Grité, las manos se hundieron en el colchón y me incorporé un poco. El sudor resbalaba por la frente y las mejillas; mi cara ardía como una estufa de leña con medio bosque dentro. Mientras el pijama de rayas grises se empapaba, moví lo suficiente la pierna para pisar el suelo viscoso, fijé la mirada en las rejas herrumbrosas de la puerta y traté de ponerme en pie, pero, tras sufrir un fuerte calambre, caí boca abajo al lado del colchón.

—No te cortes, ríete —le dije a una rata negra y peluda que paró de roer un trozo de carne y me miró—. Ahora mismo parezco un payaso, tetrapléjico y sin gracia, venido a menos, un bufón que solo sirve como tabla de planchar o como alfombra. —La rata soltó un chillido, agarró el trozo de carne y se fue a un rincón de ese sucio habitáculo para no tener que llenarse el estómago con la imagen de un deprimente detective humillado y vencido—. Di que sí. Yo haría lo mismo.

Traté en vano de levantarme hasta que acepté que no podría hacerlo cuando los cuádriceps parecieron estallar y tuve que soportar un dolor que penetraba hasta el tuétano. Cerré los ojos, apoyé la frente en la viscosidad del suelo y me rendí; tenía que concederme un descanso antes de intentarlo otra vez.

Los segundos se eternizaron; el tiempo, como si fuera un reloj roto que se demora siglos en dar la hora, se diluyó en una infinita secuencia sin fin. Quizá en ese mugriento habitáculo estaba pagando, quizá me encontraba en la antesala del Infierno aguardando a que las criaturas endemoniadas reclamaran mi sucia alma de pecador y pulverizaran los fragmentos oscuros que mantenían intacta su esencia.

El roce de la llave en la cerradura, el crujir de las bisagras y el chirrido de la puerta al rozar el suelo me advirtieron de que empezaba la diversión.

—No me gusta mucho cómo tenéis el hostal —dije, sin saber a quién hablaba—. Habéis descuidado las paredes y los muelles del colchón están rotos. No creo que los posibles clientes hagan cola para dormir en este antro. —Escuché pasos acercarse—. Aunque reconozco que la decoración no está mal, puedes infectarte con mil enfermedades solo de mirarla, pero es un agradable lugar para impartir justicia.

Dos personas me agarraron, me levantaron y pasaron mis brazos por sus hombros para cargar conmigo; sus caras estaban cubiertas por grotescas máscaras negras, parecidas a la que a veces usaba para que los criminales pagaran por sus pecados, llevaban uniformes grises ceñidos y tenían profundas cicatrices en los cuellos.

Ecos de un delirio disonanteWhere stories live. Discover now