- Gracias, Fina. - dijo Marta sin mirarla.

Se levantó, se sacudió el vestido y se fue, tocando su hombro al pasar.

Fina suspiró y miró de reojo, con una gran sonrisa, como la señorita Marta caminaba de nuevo hacia la casa.

"Podría mirarla el resto de mi vida". El estómago le dio un vuelco al darse cuenta de ese pensamiento.

- ¿Qué? ¿Nos vamos?

Fina se sobresaltó. Su padre estaba delante de ella, sonriendo. Volvió a ruborizarse. De repente se sintió descubierta, expuesta, aunque no sabría decir por qué.

- ¿Estás bien? - preguntó Isidro.

- Sí, sí, sí. - dijo acelerada mientras se ponía de pie y se enebraba al brazo de su padre intentando sonreír.

- Estás rarísima. - rió el más mayor dando palmaditas en la mano de su hija que se aferraba a su brazo al caminar.

- No es nada, padre. Estaba distraída y... - miró de nuevo hacia la puerta donde hacía dos minutos había desaparecido la señorita Marta. - No es nada. - sonrió. - Vamos a Madrid, que tengo muchas ganas.

- Y yo, hija. - dijo Isidro abriéndole la puerta del coche.

Aquel día pensó un total de nueve veces en la señorita Marta. Tres en su risa, cuatro en sus enormes ojos azules mirándola y dos en la calidez de su mano en su hombro.

Después de eso, cada vez que se cruzaba con la señorita Marta por la casa, por el jardín o se la encontraba en la cocina, Fina enrojecía sin poder remediarlo, su corazón se aceleraba y el estómago se le llenaba de un cosquilleo incontrolable. Pensaba en ella mucho más de lo que pensaba en nadie y, a veces, la observaba desde lejos, solo para admirar su belleza.

Fina sabía qué le pasaba. Lo había aprendido oyendo alguno de los programas de radio que escuchaba Digna por las noches. Historias de hombres y mujeres que se amaban. Nunca se hablaba de dos mujeres que se quisieran de esa manera, estaba segura, había estado muy atenta por si acaso, pero ella estaba convencida de que lo que le pasaba con la señorita era lo mismo que a aquellas parejas. Se había enamorado de ella, aunque fuera una mujer, aunque fuera completamente imposible.

Su padre le preguntó decenas de veces qué le pasaba. Estaba más pensativa de lo habitual y parecía algo triste, pero ella calló y callaría a partir de entonces.

A veces sentía culpa y vergüenza de aquel sentimiento, pero ¿cómo podía ser algo malo querer a alguien? ¿cómo podía ser malo querer así?

El día que mandaron a la señorita Marta al internado, Fina no salió de su habitación, la vio, a través de la ventana, alejarse de la casa, montada en la parte trasera del coche familiar del que su padre era chófer.

Lloró tumbada en su cama todo ese día y al siguiente. Su vida había acabado...o eso le parecía en aquel momento.

Después de su partida, raras veces volvía a casa. Alguna vez, durante las vacaciones de Navidad y parte de las de verano. La veía crecer a saltos y se convirtió en una mujer poderosa, decidida e invencible y, cuando salió de aquel lugar, que Fina imaginaba como una cárcel para señoritas, se casó con Don Jaime y ella se convirtió en Doña Marta de la Reina.

Durante ese tiempo, Fina se hizo una mujer y fue olvidando, nunca del todo, aquella muchacha que la ayudó a entender quién era. Hasta que empezó a trabajar para ella. La vida a veces hace esas cosas. Se volvió a enamorar y le rompieron el corazón. Lo que nunca pudo preveer, lo que jamás imaginó es todo lo que pasó después.

Fina pensaba en todo esto, con una sonrisa en los labios, mientras cerraba la tienda. Había mandado a la habitación a Carmen y a Claudia. Les dijo que merecían descansar, que habían trabajado mucho y que ella recogería y cerraría al acabar. Lo hacía mucho últimamente, quizás demasiado. Tenía que pensar algo nuevo para no empezar a levantar sospechas.

Se aseguró de que no quedaba nadie en el almacén y se dirigió hasta el despecho de los de la Reina. Llamó a la puerta y la abrió sin esperar respuesta.

- ¿Se puede? - dijo asomándose a la habitación.

Allí estaba, sentada en el sillón de cuero verde, tras la mesa de nogal antiguo. Marta la miraba con una sonrisa inmensa.

- Tú, siempre. - contestó mirándola con intensidad.

Fina cerró tras de sí y se adentró en el despacho bajo la antena mirada de Marta que se mordía la sonrisa.

- ¿Qué tal su día, Doña Marta? - preguntó la morena picardía.

- Pues acaba de mejorar de forma exponencial. - contestó de la misma manera.

Cuando Fina llegó al sillón del escritorio, giró a Marta por los hombros y se sentó sus piernas y la de la Reina rodeó su cintura con sus brazos.

- Hola. - le dijo acercándose a sus labios.

- Hola. - contestó la rubia entregada con los ojos cerrados.

Fina rompió la poca distancia que le quedaba hasta besar a Marta. Despacio. Quería saborearla otra vez, quería guardar aquel beso en su memoria por si algún día lo necesitaba. Se separaron y Marta ronroneó aún con los ojos cerrados.

- Mmmm...pues sí que ha mejorado el día, sí. - sentenció y las dos rieron con ganas.

Fina observó la situación en la que se encontraban. Tan íntima, tan perfecta y sonrió.

- ¿Sabes? Yo hoy he estado recordando algo que tú aún no sabes. - dijo Fina jugando con el pelo de Marta.

- ¿Ah sí? - Fina asintió. - ¿Y me lo vas a contar o es un secreto?

- Pues siempre lo ha sido, pero creo que ya es hora de que lo sepas. - contestó y le dejó otro beso en los labios.

Y se quedaron así, acurrucadas en aquel sillón, mientras Fina le contaba la historia de su primer amor. La historia de cómo soñó como sería besar a Marta de la Reina.

A veces los sueños, incluso los completamente imposibles, se hacen realidad.

Todos los ojalá.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora