Capitulo 14

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Llevamos dos días dando vueltas por la casa vacía y silenciosa. Sólo hemos salido una vez para llevar a Lali a terapia. Abandonamos la sesión sin ninguna mejoría en su memoria, y la desesperanza pareció multiplicarse por un millón. Estoy durmiendo en la habitación de invitados y he odiado con todas mis fuerzas cada vez que la he dejado a ella en nuestro dormitorio.

Cada vez, Lali observa cómo me marcho, y cada vez he pensado que quizá ella preferiría que no me fuera, pero no puedo preguntárselo.

Sigo viendo pequeños destellos de algo familiar en sus ojos, una mirada de alegría, la misma con la que me miraba todos los días de nuestra vida. Es la mirada que me dice que me ama. La atracción que nunca ha sido capaz de ocultar. Pero ahora se está conteniendo. Lucha contra ella, como lo hizo años atrás cuando entró en mi despacho.

Pero esta vez no puedo cargar contra su resistencia como un toro. No puedo obtener lo que quiero. Tengo que esperar a que me sea concedido, y eso me está matando un poco más día tras día.
He estado observándola, preguntándome qué estará pasando por esa mente suya. Me ha pillado en varias ocasiones y me ha ofrecido una leve sonrisa en cada una de ellas. Se está acostumbrando a mí. Y tanteándome.

Ya es hora de acostarse de nuevo y el temor me invade mientras la acompaño hasta nuestra habitación. La cama sigue deshecha desde esta mañana. Normalmente la desvestiría, la metería en la cama y me metería yo tras ella. Pero el temor a asustarla o a que me rechace me detiene. No sé si

podría soportarlo. Y, sin embargo, salir del cuarto y marcharme también me mata. Las palabras de Candela me vuelven a la mente: «¿Dónde está el Peter Lanzani al que todos conocemos y amamos?».
Así que...

—Brazos arriba —ordeno a Lali cogiendo el bajo de su camiseta.

Ella me mira sorprendida. Veo duda en su mirada, y se estremece cuando
mis dedos rozan la piel de su vientre. Yo también me estremezco, pero mi reacción no tiene nada que ver con el fuego habitual que me quema la piel cuando toco a mi mujer, sino que se debe a su recelo.

Suelto su camiseta y me retiro para darle espacio e intento controlar la angustia que asola mi pecho antes de que me postre de rodillas y me obligue a suplicar.

—Tranquila. Te daré un poco de intimidad.

Me vuelvo antes de que pueda ver la humedad en mis ojos y me alejo de la única persona de este mundo que me trajo de vuelta a la vida.

Y la única persona en el mundo que puede acabar conmigo.

Cierro la puerta al salir y me distancio de allí, porque sé que si me detengo para intentar sosegarme haré un agujero en la pared o me desmoronaré en el suelo y empezaré a llorar desconsolado.

Me seco toscamente la humedad de los ojos mientras bajo la escalera, ansioso por poner tanta distancia entre nosotros como sea posible para poder gritar mi frustración sin que me oiga.
Acelero el paso al llegar al final de la escalera, me dirijo a la sala de juegos, cierro la puerta y me apoyo contra la madera. Me cuesta un terrible esfuerzo respirar. Pum. Golpeo la madera con la parte de atrás de la cabeza y aprieto los ojos con fuerza, temblando con una furia que soy incapaz de controlar.

¿Por qué? ¿Por qué está pasando esto? La he presionado demasiado, demasiado pronto.
El grito que he estado conteniendo desde que he huido de nuestro dormitorio asciende desde el fondo de mi estómago y estalla fuera de mí. Me giro y golpeo la puerta con el puño. No se astilla, pero las heridas de mis nudillos vuelven a abrirse. No me duele. El único dolor que siento es el de mi

corazón roto. —¡Joder!
Me quedo donde estoy, con la cabeza apoyada en la puerta y los puños apretados hasta que logre calmarme. Podrían ser dos minutos o una hora. No lo sé. Siento como si un tiempo precioso se estuviese escapando, escurriéndose como la arena de un reloj de arena. Imparable.

Al final, es el sonido de mi móvil lo que me aparta de la puerta. Entumecido, me dirijo a la mesa y lo cojo. Es Cande-la

—Hola.

Me desplomo en el sofá e inspecciono mi puño ensangrentado.

—¿Va todo bien?

—Mi mujer no sabe quién soy, Cande. Así que, no, no va todo bien.

No me reprocha mi brusquedad.

—¿Entonces no ha habido ningún avance?

Exhalo un suspiro largo y cansado.
—Sigo teniendo pequeños momentos de esperanza. Cositas que llenan de
ilusión mi corazón. Y entonces desaparecen y mis esperanzas también desaparecen y regreso a la casilla número uno.

—Sé que no es tu fuerte, pero debes tener paciencia, Jesse. Como dijo el médico, en su mente hay un engranaje atascado.

—Y no para de retemblar y entonces se detiene otra vez. Joder, es muy frustrante.

—¿Tú estás frustrado? —Suelta una carcajada—. Pues imagínate cómo debe de estar Ava, Peter. Se ha despertado con un marido y dos hijos y dieciséis años de su vida han desaparecido.

La culpa me invade y me asola.

—Lo sé.

Me froto la frente, como si así pudiese quitarme el estrés.

—Sé que está todo ahí, Cande. Está todo ahí, sólo necesito que lo recuerde. ¿Y si nunca siente la conexión y las emociones que sintió cuando nos
conocimos? Por más que intente describírselo, nunca será tan intenso e imperioso como lo fue entonces. Como lo es siempre. No nos unirá de la misma manera, y ahora más que nunca necesito ese vínculo.

—Recordará. No te rindas.

—Jamás —juro con voz ronca por la desesperación que bloquea mi garganta.

Una desesperación que estoy convencido de que no estoy logrando ocultar demasiado bien.

—¿Y si cenamos una noche? Todos juntos. Nico y Eugenia se apuntan.
—Sí —accedo con poco entusiasmo, porque no me apetece en absoluto sentarme alrededor de una mesa con amigos para que vean que soy un auténtico desconocido para mi mujer—. Ya me dices cuándo.

—Lo haré. Ánimo, Peter. Es normal que no te reconozca, no te re conozco ni yo. —Y cuelga, dejando esas palabras flotando en el aire.

—Joder —mascullo entre dientes, y hecho un auténtico lío dejo caer el móvil sobre el sofá.
Reproduzco esos destellos de esperanza que Ava me ha ofrecido, palabras que han salido de ninguna parte y que la han llevado inmediatamente a fruncir el ceño o a poner un gesto de confusión. La arrolladora felicidad seguida rápidamente de un dolor insoportable.

Mi mirada se posa de nuevo en el mueble bar del otro extremo de la sala. La botella de licor transparente me tienta con prome sas de alivio.

—No hagas tonterías —me digo a mí mismo, y obligo a mi pesado cuerpo a levantarse del sofá.
Cierro la casa con llave y subo al piso de arriba. Clavo la mirada en la puerta de nuestro dormitorio mientras me arrastro hasta la habitación de invitados. Una noche más sin sentir cómo duerme sobre mi pecho. Una noche más añorando su calidez.

Una noche más sin la mayor parte de mí a mi lado.

Devoción Where stories live. Discover now