Capítulo 6

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La clase se levantó desesperadamente al llegar al final de la intensa clase de la señora Puig. «A quien se le haya ocurrido poner como última clase filosofía política, es para compararlo con una tortura de guerra», pensé. Elena, Jordi y yo cruzamos el campus mientras me interrogaban muy interesadamente sobre mi noche con Álvaro. Algunas de las respuestas las contestaba, la mayoría prefería obviar.

— ¿A todo esto, el trabajo de políticas públicas la hacemos juntos? - dijo Jordi de manera imprevista.

— ¡Joder el puto trabajo! - lamentó Elena.

— Yo para empezar no tengo ni idea de qué política pública analizar - respondí.

— Yo quería hacerlo sobre la zona de bajas emisiones - dijo Elena convencida de que ese tema podría ayudarle a sacar un diez.

— ¿Pero de dónde sacarás información? - le pregunté.

— Google y ChatGPT - dijo ella autoconvenciéndose - si no, secuestro a Ada Colau y que me lo cuente como a los niños de parvulario.

La verdad es que me había olvidado por completo del trabajo de fin de semestre que esperaba recibir la profesora de políticas públicas para el siguiente jueves. Pero como hago en todos mis éxitos pasados, no se duerme la noche antes y que la suerte me dé esperanzas para llegar vivo al verano.

Tras cruzar el umbral de la puerta principal, frente a las escaleras, había el rostro de satisfacción de un chico que vestía tejanos, camiseta gris oscura y aguantaba un segundo casco apoyado en la parte trasera del asiento.

— Henry, si no lo vas a usar, véndemelo en Wallapop - dijo sin ataduras Elena - menudo trozo de pan tenemos ahí en frente.

— Elena, tía, vas tan mojada que han anunciado que el Ebro este año se desborda - dijo Jordi.

Nos echamos a reír. Me despedí de ellos mientras se dirigían a la boca de la parada de metro de Palau Reial. Al acercarme a Álvaro, él me tendió un fuerte abrazo, estuve tentado a besarle, pero preferí no cargarme ese momento.

— ¿No te apetece ir a un lugar más cercano para comer? - le dije.

— No, ya he reservado. Ponte el casco y móntate, que empieza nuestra aventura - me dijo.

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Pasamos contorneando una carretera de costa, el salitre del mar inundaba mis fosas nasales. Pegado a su cuerpo me sentía extrañamente seguro, aunque algún susto me he llevado cuando aceleró de golpe en aquel semáforo de Sarriá en la que nos metimos en la ronda de Dalt.

Me sentí flotando en una nube en el momento en el que pude percibir su aroma, noté cada uno de los abdominales en las que recogía mis manos entrelazadas. Me iba contando cosas, pero entre el viento, el tráfico y mi cabeza nublada por esa vertiginosa aventura, no le presté atención.

Álvaro detuvo la moto en el paseo marítimo. La suave brisa y esa temperatura ideal no recordaba que estábamos en el mes de marzo. «¿Será que la primavera se ha adelantado cuando Álvaro llegó a cruzarse en mi vida?». Nos acercamos en una calle cercana, me invitó a pasar en un restaurante pequeño y oscuro, de esos de toda la vida, regentado por una señora de avanzada edad. Al vernos entrar en una minúscula puerta acristalada y de bordes de manera, la señora rápidamente se nos acercó para coger las chaquetas que traíamos y las puso en un perchero que ella tenía detrás.

— Señor Méndez, le agradecemos su visita en el Mistral. Síganme, si son ustedes tan amables - dijo la señora.

De camino a la mesa, me fijé los cientos de cuadros colgados en las paredes de madera de pino oscura. Imágenes de gente famosa que habían acabado en ese curioso lugar. Políticos, jugadores del Barcelona, escritores, cantantes, cabaretistas, todos ellos ceñidamente etiquetados a boli con unos sencillos adhesivos en cada uno de los marcos.

Nos acabó sentando en un salón apartado anexo al gran salón, era bastante más pequeño, más íntimo, y cuyo ventanal de cristal dejaba ver el tranquilo oleaje de esa tarde en Sant Pol de Mar.

— ¿Qué van a querer tomar? - decía mientras nos entregaba un par de cartas forradas por una tapa de piel marrón oscura.

— Tráeme una botella de agua natural, por favor - respondió Álvaro a la vez que me miraba fijamente con esos ojos verdes oscuros.

— ¿Y usted, señor? - me dijo la anciana centrándose en mí.

— Tomaré lo mismo que él - dije señalando a mi acompañante con la palma de la mano.

La anciana se retiró, dejándonos a nosotros dos solos en la mesa más privada de todo el restaurante.

— Gracias por traerme, parece que te conocen aquí, ¿vienes mucho? - le pregunté.

— Venía mucho con mi familia, pero con el paso de los años, he seguido viniendo solo. Ana, la maître, es la dueña del local y no sé qué tiene, que me provoca una sensación de empatía que la siento como mi abuela - me dijo.

— ¿Tienes relación con tus padres? - le pregunté.

— Mi madre murió en el parto. En realidad, íbamos a ser mellizos, pero mi otro hermano y mi madre nunca salieron de la sala de operaciones. Mi padre se vio forzado a cuidarme con una larga sombra de tristeza, la amaba, ¿sabes? - sentí una sombra oscurecer su mirada, pero de repente, cambió de energía y mostraba una sonrisa muy forzada - pero estoy bien. Con el paso del tiempo y su trabajo, a mi padre solo lo tengo que aguantar un mes y medio, cuando pasa por Barcelona por trabajo. Decidimos que era lo mejor para los dos, no nos aguantábamos.

— Joder, Álvaro - le dije inconscientemente - ¿Cómo lo llevas?

— Como dice la gente, no te queda otra que adaptarte.

Entró en ese momento una camarera nueva que no habíamos visto antes, nos sirvió el agua y desapareció tras el comedor.

Elegimos hacer una selección de tapas y dejar de lado el menú del día. Álvaro me sugirió probar un poco de todo, porque en ese lugar se comía realmente bien. Y así fue. Los mejillones al vapor eran brutales, la camarera no paró de recordarnos que habían sido recogidos esa misma madrugada. Aún tenían el sabor de la sal. Tras ellos, pasaron las croquetas de la casa de rabo de toro, esqueixada, pimientos al horno con carne picada, ¿y qué sería una comida sin "pa amb tomaquet"?

Cuando aún no había terminado de comer lo poco que me quedaba de la ensalada de bacalao del plato y la conversación había llegado a contarles la vez que Elena se había liado con una pareja por separado y que se enterasen ambos en el carnaval del año pasado los cuernos que llevaban, sentí la fuerte mano de Álvaro sobre mi rodilla.

— Me gusta verte disfrutar de este sitio, para mí es muy especial - me dijo - siento que vas a ser especial para mí.

Mi corazón estaba golpeando a un ritmo frenético, vi sus labios acercarse a los míos a cámara lenta. Cerré los ojos, mientras sentía el perfecto y suave tacto de su piel en la mía, nuestras lenguas pronto se unirían en una perfecta sincronización. Sentí abrirse todos los poros de mi piel, mi corazón descansar, mi cabeza apagarse. Solo él invadía todas mis reflexiones. Sus manos cálidas se deslizaron sobre mi espalda, me acerqué más a él, sentía el latido de su corazón en mi pecho y la respiración entrecortarse en la superficie de mis mejillas. Esta historia es demasiado perfecta para que me esté ocurriendo a mí, me dije. Sentí palpitar mi pene bajo el mantel blanco. Álvaro paró de besarme, se apartó un milímetro para abrir los ojos y verme de cerca, hice lo mismo, sonreímos, y acto seguido fue en busca de mi labio inferior, el cual fue mordido por esa perfecta dentadura perlada. Emití un leve gemido de queja, a la vez que agarré con fuerza sus enormes y duros pectorales. «Te quiero dentro, joder, fóllame encima de la mesa si hace falta, cabrón», pensé.

En un movimiento a la velocidad de la luz, escuchamos entrar a la camarera nuevamente con un trozo de pastel Red Velvet que dejó, junto con dos tenedores enanos, delante de nosotros, y nosotros recuperando nuestra distancia con normalidad.

Me reí cuando me fijé lo arrugada que le había dejado la camiseta. Nos reímos como dos niños a los que mamá les había no les había aún pillado copiando las respuestas del cuaderno de verano. «¿Quién eres, Álvaro Méndez?».

Dime algo para quedarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora