Inicio

192 26 307
                                    

La llovizna resbalaba por la gabardina y poco a poco humedecía el cigarrillo. Negándome a tirarlo, mordí la boquilla y mantuve la mirada fija en un bloque de pisos. Nada encajaba, el patrón en los asesinatos era engañoso; los crímenes eran como castillos de arena demolidos por las olas, iguales antes de que el mar los destruyera, pero diferentes cuando solo quedaban restos en pie.

El final y el principio enlazaba todo. Se mantenía a la víctima con vida, consciente, hasta que se le extirpaban los órganos no vitales y la sangre se evaporaba. En algunos escenarios, en los rostros de los cadáveres perduraba una macabra sonrisa y una mirada pérdida. En otros, lágrimas negras recorrían las mejillas y los labios hinchados se fundían por obra de un líquido viscoso del que aún desconocíamos su origen.

—¿Dónde te escondes...? —mascullé y escupí el cigarrillo—. ¿Cómo lo haces?

Caminé a paso lento mientras el viento empujaba la lluvia hacia la izquierda y las gotas burlaban con más facilidad el sombrero e intensificaban los golpeteos en la cara.

Estaba al límite, veintisiete años de carrera tirados a la basura. Nunca fui de seguir siempre las reglas, en un mundo con tantos claroscuros, de vez en cuando hacía falta desviarse. La escoria debía ser cazada y los atajos salvaban vidas. Pero en ese maldito caso, mi actuación fue más reluciente que una farola en un callejón sombrío.

Hilé las pistas, junté las miguitas de pan y di con el cerdo. Me cebé, sacié mi ansia de justica... o venganza, tanto da. Le tatué mis nudillos en la cara, lo arrastré por la alfombra de su lujosa mansión y lancé su cabeza contra las ascuas de la chimenea. Solo entonces paré y lo tiré a un sofá en espera de otros miembros de la sección ciento uno. ¿Cómo no pude verlo?

—Caí como un niño en una bicicleta rota... —pronuncié entre dientes un pensamiento en voz alta.

Llegué al portal del bloque de pisos, apoyé la mano en la puerta herrumbrosa y bajé la cabeza. El peldaño de cemento agrietado, sucio, con restos de sangre seca, orín y quizá heces, reflejaba tan bien mi vida. Al menos mi vida en ese instante.

Creí que tenía todo bajo control, que mi caza fue perfecta, que el repugnante perturbado ya era mío y que en los baños de la prisión le enseñarían lo importante que era respetar las vidas de los niños. Maldito enfermo que asesinaba sin piedad a críos, a ancianos, a incapacitados. De los mil muertos, más de la mitad no tuvieron ni una posibilidad de defenderse.

La suerte, como una elegante dama con la que se intercambia una mirada, me sonrió. Las piezas encajaron, el puzle se completó y me condujo ante el altar del mal. Juro que no aluciné, el rastro fue claro y en el sótano de la mansión encontré un círculo de corazones resecos. Los garabatos con sangre y bilis no dejaban ningún espacio en las paredes. Y en el suelo, repleto de pelo medio chamuscado, ese cerdo tan solo mantuvo limpio el interior del siniestro círculo de corazones.

—Estúpido, dicen que los gatos pierden sus séptimas vidas porque sus presas los persiguen como almas en pena y devoran poco a poco su vitalidad —me recriminé y negué con la cabeza—. Tienes muchos muertos a tus espaldas y el peso ha acabado por hundirte. Has perdido la partida... —Metí la mano en un bolsillo de la gabardina y toqué una tarjeta de cartón—. O eso creen.

Una distante sirena me empujó a abrir la puerta y entrar en el portal. Me escondí en las sombras del deteriorado edificio y vi las lejanas luces azules perderse en una avenida. Quién iba a decir que un orgulloso detective, condecorado por la alta dependencia, se convertiría en un prófugo perseguido por los carroñeros de la división roja.

—No puedo seguir así... —Pulsé un interruptor y unas débiles luces anaranjadas mal iluminaron el pasillo—. Tengo que encontrarlo.

Creí que la mansión sería mi gran escenario, que como a los míticos grupos en sus mejores conciertos las luces de la gloria me enfocarían mientras la sinfonía del triunfo embellecería mi leyenda, me imaginé en la primera página de los periódicos.

Ecos de un delirio disonanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora