2.

17.4K 1.6K 237
                                    

Ana

Mis padres, al contrario de como esperaba, se mostraron preocupados cuando les conté sobre esa chica. Los dos me preguntaron si todo estaba bien, cómo se llamaba, y algo me instó a mentirles y decirles que no lo sabía. Ellos no eran malas personas, no creía que fuesen a impedir mi amistad con ella, pero no dejaría que su sobreprotección afectara mi logro. Si las cosas se daban, yo sería amiga de Leila, dejaría de ser un fantasma.

Aquella noche apenas y pude dormir de la emoción y, por lo tanto, también mi mente se puso curiosa. De nuevo volví a preguntarme qué era lo que ese profesor estaría buscando en la hora en la que se suponía que debía dar clase. Era más que obvio que no había salido a buscarme a mí, puesto que me habría dicho algo al verme en la azotea, pero me parecía muy extraño. Para el profesor, el tiempo de su clase era muy valioso.

Seguramente lo que buscaba era muy importante.

Me devané los sesos pensando en lo que ese algo podía ser, y llegué a la conclusión de que tal vez su anillo de casado se le había extraviado, que se había olvidado de un libro en alguna de las bancas en las que solía sentarse a leer cuando tenía horas libres o en algunos recesos. Siempre tenía la fortuna de verlo cuando me decidía ir a los jardines. Nunca había logrado que me mirara.

A mitad de la noche fue cuando conseguí dormirme, así que cuando me desperté lo hice con la sensación de que apenas había cerrado los ojos. Aun así, mi estómago tuvo una punzada por recordar lo de ayer, que por fin alguien me había notado. En el fondo sabía que todo era demasiado bueno para ser verdad; sin embargo, la emoción seguía allí, pues nacía en mí la esperanza de que esto fuese el comienzo de dejar de ser un fantasma.

Una vez que me duché y me vestí con el uniforme que mi madre me había planchado la noche anterior, bajé a desayunar. Mis padres no sonreían como siempre, tenían los rostros pálidos, como si algo malo hubiese pasado.

—¿Qué pasa? —les pregunté.

—Nada, hija —contestó mamá mientras servía en mi plato unos huevos revueltos.

—¿Nada? Pero si están pálidos, ojerosos —repliqué, frunciendo el ceño—. ¿Vamos a mudarnos o algo así? ¿Tienen deudas?

Mi padre soltó una breve carcajada, pero lo conocía bien y no era su risa alegre de siempre. Parecía una de aquellas risas que le dedicas a un niño cuando dice algo tierno en medio de una crisis terrible.

—No, no, nada de eso —dijo, y me acarició la cabeza cuando me senté—. No tienes nada de que preocuparte.

—¿De verdad? —cuestioné con escepticismo.

Él negó con la cabeza.

—Para nada.

A pesar de que tenía bastante curiosidad, no hice más preguntas y desayuné en silencio. Mis padres hicieron lo mismo que yo y no pronunciaron palabra alguna, se quedaron tan callados como yo. Aquello era demasiado extraño, pero como me encontraba tan deseosa de ir a la escuela, lo dejé pasar.

Treinta minutos después, mi padre me dejó frente a la entrada. Durante el camino me había mirado de soslayo, aunque de nuevo no dije nada. Tal vez les preocupara el hecho de que otra vez lo arruinara y no querían decírmelo para no herir mis sentimientos. Esa teoría me disgustaba, pero era la más lógica.

Con la mirada busqué a esa chica, pero no logré distinguir su llamativa cabellera entre todas las demás. Por un momento temí por mi cordura, que Leila solo fuese parte de mi imaginación. La idea era espantosa, sin embargo, también interesante. El estudio de la mente humana siempre me había interesado, incluso tenía libros de psicología en casa, aunque últimamente no los había tocado para nada, pues no paraba de pensar en mí misma, en mi situación.

POSESIVODonde viven las historias. Descúbrelo ahora