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Reino de Kantria - Palacio Maksimov

Su padre le había dicho que la salud de los Thauri se reflejaba en el cabello. Cuando estaban débiles porque tenían anemia u otras afecciones, las hebras comenzaban a perder color de manera ascendente en las mujeres y descendente en los hombres. De ahí que esa mañana, casi toda su cabeza pareciera llena de canas.

Vio su reflejo en el vidrio de la ventana, llena de frustración. No había estado revoloteando alrededor de Aspen como aseguraba el magistrado Saint Honor, pero si se distrajo en cosas que en realidad no eran tan importantes y por eso no le preguntó a nadie a cerca de sus peculiares cambios en el cabello. En algún punto, hasta pensó que era normal.

¿Cómo podía alguien olvidar algo tan esencial sobre si mismo? Se preguntó.

En su conversación, su padre también dijo que la enfermedad comenzó el día del accidente, pero había seguido progresando pese a los esfuerzos de Lady Mcconell, y que lo único que podían hacer era esperar.

Pero ya iban varias semanas desde su despertar y no tenían ningún avance, así que ¿Esperar que? ¿Su muerte?

—Vaya ¿No te gustaron?

La voz de la Reina madre casi la hizo dar un respingón, pues pensaba que se encontraba sola en el pasillo.

—Majestad —dijo, volviéndose hacia ella para hacer una reverencia.

Pese a que era muy temprano, la mujer ya se encontraba impoluta, luciendo un elegante vestido de color ocre con una M blanca bordada en el peto y una corona de diamantes que destacaba en medio de sus rizos dorados. Nadie sabría, al menos no con solo mirarla, que estaba loca.

—¿No te gustó el nuevo estandarte? —alternó los ojos entre el enorme emblema que colgaba de uno de los muros y el rostro de la joven.

Ella, estaba tan distraída, que al atravesar el pasillo ni siquiera había notado que los viejos estandartes del Palacio fueron todos reemplazados por la versión que le obsequió Aspen.

—Ah —dijo—. Está muy bonito.

—¿Esa cosa mala volvió a molestarte? —preguntó Judith, mirándola con evidente lástima—. Te ves triste.

Olivia negó con la cabeza y elevó las labios en una sonrisa impostada.

—Las Reinas no pueden estar tristes, son las madres del reino —contestó.

—Ah, querida —Judith se adelantó un paso para tomarla de la mano—. Nunca se es tan triste, como cuando eres madre, porque entonces el dolor que cargas ya no es solo el tuyo. Camina conmigo.

Emprendió la marcha incluso antes de obtener una respuesta, arrastrándola, y ella se dejó llevar, como una hoja influenciada por el viento, sin dirección especifica, pero siempre en movimiento. Porque la quietud, con lo único que estaba relacionado era con la muerte.

—¿Cómo fue ser la Reina? —preguntó, con los ojos fijos en los brillantes suelos de mármol.

—¿Me creerás si te digo que no fue tan horrible?

—Lo creeré si me da algunos consejos —levantó la mirada, sin ocultar su asombro—. ¿Le gustaba Reinar?

—Amaba a mi esposo y él amaba Kantria, asi que no fue difícil contagiarme —empezó a contar—. Llegue de Sweven, mi país, muy joven, pero tenia unas cien cartas de Alexander Maksimov en mi maleta, nunca lo habia visto a la cara y aun así, ya lo conocía a la perfección.

La sonrisa que le cruzó los labios fue casi tan brillante como el recuerdo de su difunto esposo en su mente.

—¿Cien cartas? —Olivia abrió mucho los ojos.

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