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Estaba sentado frente a la televisión, viendo una película llamada “Dansel”. Las imágenes parpadeaban en la pantalla, y las lágrimas se me escaparon sin previo aviso. No era la trama de la película lo que me conmovía, sino la sensación de que el tiempo se había desvanecido, como un sueño que se desvanece al despertar.

La vida, esa frágil llama que arde en cada uno de nosotros, se había cortado de la noche a la mañana. Sabía que todos moriríamos algún día, pero enfrentar esa verdad era como sostener un cristal afilado en la palma de la mano. La angustia me envolvía, y no podía pensar en nada más.

¿Cómo explicar la devastación de saber que la muerte se acercaba inexorablemente?

No era como un reloj que marca las horas; era más bien como una sombra que se alargaba lentamente, oscureciendo todo a su paso. Un día estás disfrutando de la vida, sin un propósito aparente, pero en paz. Al día siguiente, te dicen que tienes una enfermedad incurable, que estás sentenciado a morir antes que aquellos que viven con la certeza de su fin. Ellos, los afortunados, quizás mueran en un accidente, sin haber sentido esta angustia que me oprime el pecho.

El timbre de la puerta interrumpe mis pensamientos. Me asomo por la ventana y veo a mi hermano, Leo. Su sonrisa es extraña, pues siempre me trató con indiferencia o incluso crueldad.

—Creí que no vendrías —le digo al abrir la puerta.

Leo no responde de inmediato. Camina por el pasillo hacia su habitación sin mirarme. ¿Qué le sucede?

—¿Te pasa algo? —pregunto, siguiéndolo.

—Nada —responde sin volverse hacia mí—.

—No quieres ver “Dansel”. Conmigo está muy buena.

—¡Luca, deja de fastidiar! Necesito dormir —me reprocho.


Supongo que tuvo una mala noche. Es evidente que Acnia, su novia, tiene arrebatos de celos. Lo he notado en sus miradas y en sus silencios incómodos.

En mi lecho de dolor, las sombras se ciernen sobre mí. Leo y yo solíamos ser inseparables, compartiendo risas y momentos en la televisión, jugando juntos, conversando hasta altas horas de la noche. Pero ahora, la enfermedad me consume, y la soledad pesa como una losa sobre mi corazón.

El melanoma, esa cruel intrusa, se ha apoderado de mis dedos. Los médicos hablan de amputación, como si cortar una parte de mí pudiera detener su avance implacable. Es agresivo, dicen, como un lobo hambriento acechando en la oscuridad. ¿Un milagro? Quizás, pero mi fe se tambalea.

Leo, mi hermano, está distante. Su genio se ha tornado áspero, y la droga lo envuelve como una niebla densa. No quiero preocupar a mamá, no quiero que cargue con más dolor. Así que guardo su secreto, lo escondo en el rincón más oscuro de mi alma.

La sala de estar se estrecha, y el tiempo se desvanece. ¿Me extrañará Leo cuando ya no esté? ¿Sentirá el vacío que dejo atrás? No lo sé. Pero en este silencio, en esta soledad, me aferro a la esperanza de que algún día, en algún lugar, nos reuniremos de nuevo, libres de dolor y miedo.

Regreso a la película. En la pantalla, los personajes luchando contra el dragón, si los dragones fueran reales, el mundo sería fantástico, aunque también aterrador. Tal vez no habría humanidad, pero al menos no sería aburrido.

Lo que más extrañaré de esta tierra serán los programas de televisión, las series, las películas… Esas historias que ya no podré ver nunca más. Las lágrimas vuelven a mis ojos al pensar en Elodie, la protagonista de “Dansel”, y en la valentía con la que enfrenta su destino.

Había terminado de ver la película que me había conmovido profundamente. Me dirigí a mi cuarto. El sol del mediodía se filtraba por la ventana de mi habitación, iluminando las sábanas desordenadas de mi cama. El resplandor dorado se posaba sobre las fibras entrelazadas, creando un juego de sombras y luces que bailaba sobre la tela. Las sábanas, revueltas como mis pensamientos, parecían guardar los secretos de la película que aún resonaban en mi corazón. Me dejé caer en el colchón, sintiendo su suavidad y la calidez que persistía del sol. Cerré los ojos y me permití sumergirme en los recuerdos, mientras las sábanas desordenadas me envolvían como un abrazo familiar.

Mi mano temblorosa buscó la pastilla para el dolor en la mesita de noche. La necesitaba para calmar el tormento que habitaba en mí. Pero mi mirada se desvió hacia el escritorio, donde reposaba una libreta amarilla, sencilla pero llena de historias no escritas.

Ido Greco y Damiano Raimondi, mis amigos inseparables, los extrañaría sin medida. ¿Cómo podría decirles adiós? Sus risas, sus abrazos, sus confidencias… todo se convertiría en recuerdos lejanos. Y a mis hermanos y a mamá, ¿cómo explicarles mi partida?

Tomé la libreta entre mis manos y busqué un bolígrafo en el cajón del escritorio. Volví a la sala, apagué la televisión y me senté junto a la ventana. Las palabras fluían, lágrimas y tinta se mezclaban en la hoja. Escribí notas, instantes de papel cargados de amor y dolor.

Quizás, en las palabras que aquí escribo, encuentren un consuelo. Quizás, al plasmar mis sentimientos en estas líneas, el dolor se atenúe. En el momento en que mi presencia ya no esté, lean esto y recuerden que, aunque la ausencia duela, el amor y los momentos compartidos perdurarán.

Pero el dolor seguía ahí, como un monstruo marino oculto bajo la superficie del agua. ¿Cómo decirles que mi corazón también era un abismo profundo?

Así, entre sollozos y letras, mi historia se escribía. Una despedida silenciosa, un adiós a lo que fue y a lo que nunca sería. Y en esa libreta amarilla, mi alma dejaba su huella, como un faro en la oscuridad.

Que el viento lleve mis palabras, que el tiempo las preserve. Que mis amigos, mis hermanos y mamá sepan que los amé con todo mi ser. Y que, aunque parta, siempre seré parte de su historia, como ellos son parte de la mía.


Continuará...

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⏰ Laatst bijgewerkt: Mar 14 ⏰

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