Habitación 2411.

La puerta está entrecerrada. Llamo y la empujo suavemente para entrar.

Brenna se levanta de un salto al verme.

—¡Maeve, cariño! ¡Qué bien que estés aquí!

Pero yo no puedo apartar la vista de mi padre.

Cuando Brenna me llamó ayer, no entró en detalles acerca de lo que había pasado. Quizá no quiso arriesgarse a decirme nada antes de hablar con los médicos. Sea como sea, me daba tanto miedo enfrentarme a una posible respuesta dolorosa —«Está muy grave, Maeve. No se va a recuperar»— que yo tampoco le he preguntado. Por eso, lo primero que siento al ver a papá es una tonelada de alivio, porque está despierto.

Demacrado pero despierto.

Tiene la cara llena de heridas y moratones, un collarín en el cuello y un brazo escayolado. Lleva el pelo grisáceo mucho más corto que la última vez que lo vi, y su barba perfilada se pierde bajo el yeso blanco que le cubre el cuello. Me entran ganas de llorar, no sé si por la impresión que me produce verlo en tan mal estado o simplemente porque sigue vivo. No he dejado de pensar en mamá desde que me monté en el avión. Me aterraba que la historia pudiera repetirse. Que hoy me tocara enterrar a otra persona.

A una con la que ni siquiera he sido capaz de llevarme bien.

Brenna me está abrazando. Me obligo a sonreírle cuando se aparta con las mejillas mojadas. Es una mujer muy guapa; de pelo oscuro, pómulos definidos y unos profundos ojos marrones que ya tienen algunas arrugas por la edad. Me libero suavemente de sus brazos para ir hacia mi padre, que mantiene la vista fija en mí. A diferencia de Connor, que heredó los ojos de su madre, yo saqué el color de los míos de papá. Es la única cosa en la que me parezco a él.

Me gustaría entregarme al nudo que tengo en la garganta, echarme a llorar y abrazarlo con todas mis fuerzas.

Me contengo.

Entre mi padre y yo siempre ha existido esa barrera.

—Hola —hablo en su lugar.

—Has vuelto —contesta él. Me estudia de la cabeza a los pies, como si no se creyera que de verdad estoy aquí, o como si quisiera asegurarse de que no me ha ocurrido nada ahí fuera.

—Cogí el avión de vuelta en cuanto Brenna me llamó. —El silencio y la mirada de mi padre me están matando. Tuerzo el cuello hacia ella, en un intento penoso por escapar—. ¿Qué os han dicho los médicos? ¿Cuánto tardará en recuperarse?

—Le ha dado un latigazo cervical, y tiene un brazo y varias costillas rotos. Le han hecho algunas pruebas y, si todo va según lo previsto, mañana le darán el alta. Después tendrá que guardar reposo. Nada de ir a trabajar así. El médico ha sido muy claro al respecto. —Brenna lo dice con cierto retintín y un ojo puesto en mi padre, lo que me hace deducir que deben de haber discutido sobre el tema. No me extraña. Mi padre siempre ha sido un adicto al trabajo—. ¿Tú cómo estás? ¿Quieres algo de comer? Estarás agotada después del viaje.

Niego. Creo que, si me metiera algo en la boca ahora mismo, vomitaría.

A Brenna le tiembla la sonrisa con mi negativa. Tal vez guardaba la esperanza de que le dijese que sí y eso le brindara una excusa para dejarnos a solas en la habitación. Sea como sea, prefiero que se quede. Me vuelvo hacia mi padre, que aún me observa. No sé qué es lo que me impulsa a decir:

—Ha habido un incendio en la casa de Hanna y John. La chimenea del piso superior salió ardiendo. —No entro en detalles de cómo ocurrió porque Mike no necesita más reproches. Tiene suficiente con cargar con la culpa.

Todos los lugares que mantuvimos en secreto | 31/01 EN LIBRERÍAS Where stories live. Discover now