Son casi las nueve de la noche cuando aterrizamos en Miami. Al salir del aeropuerto, me aterroriza encontrarme con que los padres de Mike o su chófer han venido a recogernos. Por suerte, él me guía al aparcamiento y me explica que tiene su coche allí. Nos montamos y nos ponemos el cinturón.

—¿Y Wylan? —le pregunto. Wylan es su chófer. Trabaja para la familia de Mike desde hace décadas. Antes de que Mike y yo nos sacáramos el carné, solía ser él quien nos llevaba a todas partes.

Mike me mira de reojo. Es la primera vez, desde que salimos de Tampere, que me muestro predispuesta a entablar una conversación. Por suerte, se limita a responder y no menciona nada a que lleve tantas horas en silencio.

—Está de baja por paternidad. Tuvo una hija, Lydia, ¿te acuerdas? —Oír el nombre de Lydia es como recibir un golpe de realidad. La mujer de Wylan todavía estaba embarazada cuando me fui a Finlandia. Es raro darse cuenta de que, pese a que yo no estuviera aquí, el tiempo ha seguido transcurriendo para todas las personas a las que dejé atrás—. Volverá en unas semanas. Nos pasó el contacto de varios sustitutos, pero mi padre se niega a llamar a ninguno. Estaremos sin chófer hasta que vuelva. Ya sabes cómo es.

—Mike, sobre lo de antes...

—No tenemos por qué hablar del tema —me interrumpe. Intenta parecer relajado, pero veo que tiene los hombros tensos bajo el jersey—. ¿Adónde te llevo? ¿A casa o al hospital?

Trago saliva.

—Al hospital, por favor.

—Llegaremos allí en media hora, por si quieres avisar a Brenna.

Saco el móvil para enviarle un mensaje. Ahora que vuelvo a estar en Estados Unidos, tengo que desactivar la tarjeta que Luka me acompañó a comprar y volver a encender la mía de siempre. Aunque le escribo a Brenna, ella no me responde. Aprieto los labios y, casi de forma automática, acabo entrando en mi conversación con Connor, aunque ya sabría de antemano que no tendría ningún mensaje. Se pone en línea. Allí deben de ser las tres o cuatro de la mañana. Me pregunto si no podrá dormir. Mis dedos vacilan sobre el teclado. Acabo bloqueando el móvil y volviendo a guardarlo mientras ese sentimiento que tengo en el pecho me pesa cada vez más.

Entre unas cosas y otras, llevamos casi un día entero de viaje. Mike coge el primer desvío hacia el hospital y para el coche en la puerta. Miro por la ventanilla hacia ese edificio con ventanales inmensos. Siento pánico solo de verlo desde fuera. Debería bajarme y entrar de una vez. Brenna y papá me esperan. No entiendo por qué me he quedado pegada al asiento.

La mirada azulada de Mike está fija sobre mí. Parece percibir mi indecisión, ya que dice:

—Puedo entrar contigo, si quieres.

Eso me hace reaccionar.

Puedo hacer esto.

Tengo que poder.

—No, está bien. Iré sola. —Abro la puerta del coche.

—Estaré aquí cuando salgas.

—No hace falta que me esperes.

—Lo haré de todas formas.

Asiento, agradecida. Honestamente, preferiría no tener que volver sola a casa después. Cierro la puerta y Mike se va a buscar sitio al aparcamiento.

Es lunes por la noche y el lobby del hospital está casi vacío. Noto el cuerpo pesado, pero mis piernas me llevan, casi de manera automática, hacia el mostrador. Doy el nombre de mi padre, la mujer lo introduce en el ordenador y me indica el piso y el número de habitación sin mirarme. Como el ascensor está lleno, decido ir por la escalera. Mis náuseas se incrementan con cada paso que doy.

Todos los lugares que mantuvimos en secreto | 31/01 EN LIBRERÍAS Where stories live. Discover now