7 La inteligencia tienes ciertas limitaciones. La locura... casi ninguna.

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¿Un uniforme de prisión? ¿Qué significaba aquello? ¿Que él estaba en prisión? ¿Que había muerto allí?

Se me encogió el corazón ante esa posibilidad. Había tenido una vida muy difícil; eso quedó dolorosamente claro desde la primera vez que lo vi. Y encima había acabado en prisión. No quería ni imaginarme los horrores que debía de haber soportado.

Aunque no deseaba otra cosa que salir pitando hacia aquella prisión, no
tenía ni la menor idea de en cuál estaba encarcelado. Por lo que sabía, podría encontrarse en Sing Sing. Debía apagar los reactores y concentrarme en el caso. El tío Bob se puso a trabajar en lo de la orden y las transcripciones judiciales, y los abogados se marcharon a ver a sus familias, de modo que yo fui en coche hasta el centro de detenciones metropolitano para hablar con Mark Weir, el hombre que según Carlos Rivera era inocente.

La agente apostada en el mostrador de registros estudió mi placa
identificativa.

—¿Charlotte Davidson? —preguntó con el ceño fruncido, como si yo
hubiera hecho algo malo.

—Esa soy yo —dije con una risilla absurda.

La mujer no me devolvió la sonrisa. Ni lo intentó. Era evidente que me hacía falta leer aquel libro sobre cómo hacer amigos e influir en la gente. Pero algo así implicaría un deseo innato de conseguir amigos y de influir en la gente. Y mis deseos en aquellos momentos eran algo más viscerales.

La agente me señaló una zona de espera mientras llamaba para solicitar la presencia del señor Weir. Mientras permanecía sentada reflexionando sobre mis deseos viscerales, en especial sobre aquellos relacionados con Reyes, noté que alguien se sentaba a mi lado.

—Hola, Parca, ¿qué haces en mi área del sistema penitenciario?

Volví la vista y sonreí antes de sacar el teléfono móvil, que ya tenía algo de
carga. Lo abrí y me aseguré de que estaba en modo silencio antes de hablar.

—Vaya, Billy —le dije al teléfono—, tienes buen aspecto. ¿Has perdido
peso?

Billy era un preso nativo americano que se había suicidado en el centro de detenciones unos siete años antes. Intenté convencerlo de que cruzara, pero insistió en quedarse para poder disuadir a otros de seguir su ejemplo asesino. Según sus propias palabras. A menudo me preguntaba si podría conseguir algo semejante.

Esbozó una sonrisa radiante al escuchar el cumplido. A pesar del hecho de que los difuntos no podían perder peso, lo cierto era que sí parecía más delgado. Tal vez hubiese algo que yo no sabía. De cualquier forma, era un tipo guapo.

Me dio un codazo juguetón.

—Tú y tus teléfonos.

—Tengo que hacer esto si no quiero que me encierren por hablar sola, señor Invisible.

Soltó una risa ronca que le salió del pecho.

—¿Has venido aquí a ligar conmigo?

—¿Tan evidente resulta?

—Pues claro —dijo, decepcionado—. Siempre atraigo a las chifladas.

Contuve el aliento, y ya estaba inmersa en una interpretación digna de un Oscar (fingiendo una indignación llena de realismo y emoción), cuando me llamaron por megafonía.

—Vaya, esa soy yo, grandullón. ¿Cuándo vendrás a verme?

—¿Ir a verte? —preguntó mientras me ponía en pie para seguir a la agente
hasta la sala de visitas—. ¿Cómo podría no verte? Brillas más que los malditos focos de ahí fuera.

PRIMERA TUMBA A LA DERECHA Where stories live. Discover now