4 Me encantan los niños, pero creo que no podría comerme uno entero.

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Me preocupaba que Niña Demonio me siguiera hasta el apartamento y
continuara dando por saco, así que me aseguré de que no estaba a la vista antes de subirme a Misery y salir pitando hacia mi casa. De cualquier forma, por si acaso, entré en el edificio a toda prisa, saludé brevemente al señor Wong, y saqué mi equipo de exorcismos del mueble del televisor. Lo guardaba allí porque, como el resto de cosas que se guardan en esos muebles, los exorcismos no eran más que un entretenimiento.

Y no, en realidad no puedo exorcizar a nadie, a pesar de lo conveniente que es mi trabajo como ángel de la muerte. Solo puedo ayudar a los difuntos a averiguar por qué siguen en la Tierra y luego persuadirlos para que avancen al plano del Más Allá. No puedo obligarlos a hacerlo contra su voluntad. Al menos, eso creo. En realidad nunca lo he intentado. Lo que sí puedo, no obstante, es engañarlos. Unas cuantas velas, un rápido encantamiento y voilà, exorcismo al canto. Los muertos se lo tragan siempre y acaban cruzando a regañadientes. Excepto el señor Habersham, el del apartamento que hay al fondo del pasillo, que no hizo más que reírse cuando intenté exorcizarlo. Qué vejestorio más plasta.

A pesar de la presencia del señor Habersham (y, bien pensado, también del señor Wong), me encanta vivir en este apartamento. Mi edificio, el Causeway, no solo está situado justo detrás del bar de mi padre, y por tanto también de mi oficina, sino que es algo así como un punto de referencia local.

Llevaba viviendo allí algo más de tres años, pero cuando era joven, demasiado joven para conocer la existencia del mal, aquel viejo bloque de apartamentos se había grabado en mi memoria, aunque por razones ajenas a él. Más tarde, cuando mi padre compró el bar, entré en el aparcamiento trasero y volví a ver el edificio por primera vez en una década. Al contemplar los enrevesados grabados medievales de la entrada, algo muy inusual en Albuquerque, una avalancha de recuerdos, siniestros y dolorosos, me dejó petrificada. Sentí una opresión en el pecho y me quedé sin aliento. A partir de aquel momento, me obsesioné con el edificio.

Compartíamos una historia, una horrible pesadilla relacionada con un delincuente sexual en libertad condicional en busca de una víctima. Pensé que tal vez vivir allí me sirviera para vencer a mis demonios de algún modo. Naturalmente, aquello funcionaba mejor si los demonios no eran de los que hacían visitas.

Puse en marcha la cafetera y me dirigí al baño para comprobar si tenía los
ojos tan hinchados como la mandíbula. Llorar como una estrella de cine en pleno tratamiento de rehabilitación no era el mejor tratamiento de belleza. No obstante,
me di cuenta enseguida de que la hinchazón rojiza resaltaba el tono dorado de mis ojos. Genial. Abrí a tope el grifo del agua caliente y me dispuse a esperar los diez minutos de rigor que tardaba en salir caliente.

Y luego dicen que en Nuevo México hay escasez de agua. Mi casero no debe de opinar lo mismo.

En aquel momento oí que Cookie, mi
vecina-barra-mejor-amiga-barra-recepcionista, atravesaba la puerta con una taza de café en la mano. Cookie se parecía mucho a Kramer, el de la serie Senfield, aunque no era tan nerviosa. Era como Kramer bajo los esfectos de Prozac. Y sabía que tenía una taza de café en la mano porque siempre tenía una taza de café en la mano. Creo que le resultaba difícil formar frases completas sin ella.

—¡Cielo, estoy en casa! —gritó desde la cocina.

Sí, la llevaba en la mano.

—¡Yo también! —exclamó otra voz suave y risueña.

Conocí a Cookie cuando me mudé al Causeway. Ella también acababa de
trasladarse después de un divorcio horrible (según sus propias palabras), y nos hicimos amigas de inmediato. Pero tenía una hija, Amber, que también entraba en el paquete. Si bien Cookie y yo congeniamos al instante, la chica me preocupaba un poco. Nunca me habían gustado mucho las criaturas de metro veinte con la extraña capacidad de detectar todos mis defectos en menos de treinta segundos. Y, solo para que conste, también sé leer sin mover los labios. Con todo, estaba decidida a
ganarme a Amber a cualquier precio. Y después de una única partida de minigolf, me tuvo comiendo de la palma de su mano.

PRIMERA TUMBA A LA DERECHA Where stories live. Discover now