1 Mejor ver muertos que estar muerto

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CHARLOTTE JEAN DAVIDSON,

ÁNGEL DE LA MUERTE

Tenía el mismo sueño desde hacía un mes: un sueño en el que un siniestro
desconocido aparecía de la nada en medio de una nube de humo y sombras para jugar a los médicos conmigo. Empezaba a preguntarme si la exposición repetida a esas alucinaciones nocturnas que me provocaban orgasmos devastadores podría tener efectos secundarios a largo plazo. Morir a causa de un placer extremo era una posibilidad muy preocupante. Y esa perspectiva llevaba al siguiente dilema: ¿debía buscar ayuda o comprar bebida a diestro y siniestro?

Aquella noche no fue una excepción. Estaba inmersa en un magnífico sueño en el que aparecían un par de manos expertas, una boca tórrida y un empleo de lo más creativo de los pantalones cortos de cuero típicos de los Alpes, cuando dos fuerzas externas intentaron despertarme. Hice cuanto pude para resistirme, pero se trataba de dos fuerzas externas bastante persistentes.

Primero, una sensación fría como el hielo trepó por mi tobillo, y su gélida
caricia me arrastró lejos de aquel sueño ardiente. Me estremecí y solté una patada, reacia a atender su llamada, antes de volver a meter la pierna bajo mi edredón de Bugs Bunny.

En segundo lugar, una suave aunque insistente melodía empezó a sonar en
la periferia de mi conciencia, como una cancioncilla familiar que no lograba identificar. Después de un rato, comprendí que se trataba del tono de grillo de mi nuevo teléfono.

Con un profundo suspiro, abrí los ojos lo suficiente para enfocar los números que brillaban en mi mesilla. Eran las 4.34 de la madrugada. ¿Qué clase de
sádico llama a otro ser humano a las 4.34 de la madrugada?

Alguien carraspeó a los pies de mi cama. Concentré mi atención en el tipo muerto que se encontraba allí y luego cerré los párpados.

—¿Puedes encargarte de eso? —le pregunté con voz ronca.

Él vaciló.

—¿Te refieres... al teléfono?

—Mmm.

—Bueno, yo...

—Déjalo, da igual.

Estiré la mano para coger el móvil y di un respingo cuando un latigazo de
dolor me recorrió de arriba abajo. Un recordatorio de que la noche anterior me habían dado una paliza de aúpa.

Tipo Muerto se aclaró la garganta una vez más.

—Hola —grazné.

Era mi tío Bob, y empezó a bombardearme con palabras, nada más y nada menos. Al parecer, era ajeno al hecho de que durante las horas previas al alba me resultaba imposible hilar cualquier pensamiento coherente. Me concentré un montón en concentrarme y conseguí distinguir tres frases destacadas: «noche movidita», «dos homicidios» y «mueve el culo hasta aquí». Incluso conseguí responder algo parecido a: «¿De qué perla tempranera has salido?».

Él suspiró, a todas luces molesto, y luego colgó.

Yo colgué también pulsando el botón de mi nuevo teléfono que servía tanto para desconectar la llamada como para la marcación rápida del número del restaurante chino de comida para llevar que había a la vuelta de la esquina. Luego intenté incorporarme. Al igual que con el problema de los pensamientos coherentes, aquello era más fácil decirlo que hacerlo. Aunque por lo general mi peso rondaba los cincuenta y siete kilos, cuando todavía estaba medio dormida
ascendía hasta doscientos quince.

Tras un breve y torpe forcejeo propio de una ballena varada en la playa, me rendí. Tomarme un litro de helado Chunky Monkey después de recibir una tunda no había sido una buena idea.

PRIMERA TUMBA A LA DERECHA Where stories live. Discover now