― capítulo tres ❜

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La tercera vez que sucede, la resaca de la noche anterior todavía le está pasando factura.

Los rayos del sol se filtran por la ventana y Enzo abre los ojos, tapándose con el brazo por la molestia de la luz dando de lleno en su cara. El aire acondicionado está a veintiséis grados y las sábanas están hechas un bollo a los pies de la cama.

Agarra el celular. 9:03, su alarma ya debería haber sonado, pero sabe que olvidó ponerla el día anterior. Es demasiado temprano como para tener ganas de nada, pero demasiado tarde para tener un desayuno decente si no quiere llegar tarde al entrenamiento.

Se sienta en la cama y se incorpora lentamente —todavía siente algunos mareos, y se hace una nota mental para no tomar tanto en cualquier futuro festejo o evento al que concurra—, mientras se calza las ojotas y se levanta de la cama.

Mira al chico que descansa del otro lado del colchón, sus ojos cerrados y el fino hilo de saliva que baja por sus labios hasta conectarse con el pequeño charco de baba que hay en la almohada, y Enzo se cuestiona por unos segundos cuántas veces ha dormido a su lado como para saber que Julián solo babea cuando duerme durante el día o cuando está totalmente borracho.

No es que hayan dormido juntos desde el primer día, pero últimamente, es casi imposible que Julián vaya a tomar mates o cenar a su casa —o viceversa— y esa visita nocturna no termine en pasar la noche juntos. Generalmente es en su casa, porque está más cerca del predio y porque a Julián se le da bastante fácil agarrar el auto y visitarlo, mientras que Enzo sigue demasiado acostumbrado a moverse en tren y colectivo para todos lados.

Y aunque Enzo le ofreció su cama cientos de veces, Julián siempre se niega y se acuesta en el sillón —excepto cuando está demasiado cansado como para discutir—, pero de una forma u otra termina acostado a su lado. A veces porque no puede dormir porque el sofá es bastante duro, otras porque inconscientemente sus pies caminan hasta el cuarto de Enzo, y da tres golpecitos en la puerta antes de entrar. Sea como sea, el azabache siempre se deja los pantalones puestos, porque sabe que, en algún punto de la madrugada, podrá sentir el cuerpo del chico a su lado, respirando tranquilamente y durmiendo con toda la paz y armonía del mundo.

Camina hasta la cocina y saca un vaso, para después servirse un poco de jugo y mandarse la pastilla de ibuprofeno de una, cerrando los ojos con fuerza cuando siente cómo está raspa su garganta, generando cierta molestia. Deja el blíster de pastillas sobre la mesada, a sabiendas de que Julián lo va a precisar —posiblemente, mucho más que él— y abre la alacena para sacar un budín navideño que compro hace unos días en el supermercado, aprovechando que estaba de oferta.

Lleva un trozo a su boca y se deja deleitar por el gusto del chocolate y la vainilla. Si fuese por Enzo, podría ser diciembre todo el año, con tal de tener budines, pan dulce, mantecol y maní bañado con chocolate a diario en las góndolas de los supermercados. Los dulces son su gusto culposo, y Julián también. Es decir, a Julián también le gustan los dulces. Debería avisarle qué hay budín marmolado para desayunar.

Y con ese pensamiento en mente, va hasta el comedor y busca en el primer cajón de la cómoda un post-it y una birome. Sería más eficiente mandarle un mensaje, pero ni siquiera está seguro de que Julián tenga batería en el celular, y prefiere no arriesgarse.

Escribe una nota rápida y se queda pensando durante unos segundos, con la birome aún apoyada en el pequeño cuadradito de papel. Ya le ha avisado del budín, sobre las llaves de repuesto por si quiere salir —aunque es medio inútil, después de todo, Julián ya sabe dónde están— y le dijo que no se preocupe por el entrenamiento. Sabe que, si él tiene un dolor de cabeza, Julián debe estar mil veces peor. La resistencia alcohólica del chico es prácticamente nula, y por suerte para él, es casi de público conocimiento dentro de los pasillos del club, por lo que sabe que no será muy difícil explicarle el por qué de la ausencia del cordobés a Gallardo.

Budín, llaves, entrenamiento. Budín, llaves, entrenamiento... ¿Qué más?

Enzo nota como una mancha de tinta aparece debajo de la punta de la birome, y la aparta del papel. Mordisquea la tapa durante unos segundos, tratando de pensar si está olvidando algo.

Te quiero. Te deje un ibuprofeno en la mesada.

Lo despega el resto, agarra sus llaves y camina suavemente hasta la habitación, tratando de no hacer ruido. Se desliza con cuidado por la puerta entreabierta y pega el papelito en la frente del delantero, quien aún está profundamente dormido.

Enzo agradece que el camino a River Camp sea corto, y que el remedio ya haya hecho algo de efecto en su cuerpo. Estaciona el auto y saca el bolso deportivo del baúl, el cual siempre reposa en su auto, porque si hay algo que lo caracteriza, es ser un despistado crónico.

Se cuelga el bolso al hombro y camina hasta el interior del predio. Esta casi totalmente vacío —dejando de lado el cuerpo técnico— y Gallardo se acerca a él.

—No fue buena idea decirles que vengan después de ganar el Trofeo de Campeones, ¿verdad? —pregunta, y Enzo aprovecha para explicarle lo de Julián.

El hombre palmea su hombro y saluda a alguien con la cabeza antes de alejarse. Enzo se da vuelta, viendo a su tocayo detrás de él, devolviéndole el saludo a Marcelo desde la lejanía.

—¿Noche loca ayer? —pregunta el mendocino, y el menor solo puede limitarse a sonreír, porque idolatra al hombre aunque ya han jugado una innumerable cantidad de veces juntos— Me imagino que pega fuerte la resaca eh.

—A Julián sobre todo —responde, alzándose de hombros.

Enzo Pérez alza una ceja, y coloca las manos en su cintura. El menor no puede evitar comprarlo con una jarra. Quizás debería dejar de pensar en alcohol.

—Araña borracha —masculla, y el dorsal número trece no puede evitar reír.

—Se pone en pedo fácil —responde algo distraído, escuchando el ruido de un auto aparcando en el estacionamiento del predio. El lugar esta tan callado que puede oír los sonidos provenientes del exterior perfectamente.

—¿Hace mucho que están juntos? —suelta el mendocino de la nada, y Fernández supone que le está preguntando sobre el tiempo que llevan conociéndose.

—Desde las inferiores, teníamos quince, dieciséis, no me acuerdo. Pero empezamos a ser amigos hace un par de años, como siempre nos tocaba compartir habitación en los viajes —explica con total naturalidad, porque ya ha contado la historia decenas de veces.

El hombre mayor sonríe.

—Se que estoy más cerca del arpa que de la guitarra, pero no voy a juzgarlos por eso— la nariz del bonaerense se frunce con confusión, y el número 24 parece notarlo—. Me doy cuenta de las cosas, lo miras diferente que al resto.

—¿Diferente cómo?

—Como yo miro a mi mujer, como Gallardo miraba la Libertadores en 2018. Los dos tienen ese brillo en los ojos, como el hincha de River cuando el Pity corría "y va el tercero, y va el tercero, y va el tercero" en Madrid.

El menor niega levemente, y quiere responder, cuando el grito de Julián los alerta a ambos. Viene corriendo, bastante agitado y con el bolso colgado del hombro.

—Pensé que no llegaba —saluda con la respiración agitada, flexionando las piernas y apoyando las manos en sus rodillas, mientras intenta recuperar el aliento.

El mayor de los tres sonríe y, luego de saludar al castaño, mira al bonaerense una vez más antes de irse. Es una mirada particular, quizás un "después hablamos" o una advertencia del estilo "no quieras tapar el sol con un dedo".

El chico no es capaz de hablar, aún demasiado aturdido por la resaca y las palabras del mendocino.

—¿De que tanto charlaban? —pregunta Julián de repente, obligándolo a salir de su transe.

Enzo se relame los labios. Cree poder sentir el sabor del Campari todavía alojado en su boca. Los recuerdos de la noche anterior invaden su mente por unos instantes, el boliche oscuro y las luces de colores parpadeando al ritmo de la música.

—Nada importante. Vamos.

✧ ;; Cuatro veces que Enzo niega ser novio de Julián y una que no lo haceWhere stories live. Discover now