La Madrastra

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Desde el abstracto universo digital de una aplicación de citas, su historia brotó. Para muchos, este inicio era tan solo una adición a la lista de razones para el chisme y el desdén. Sin embargo, tras esos susurros se ocultaba una verdad inquietante: ella representaba la suma total de los temores de las mujeres que la rodeaban.

Era una presencia formidable. Su aura exudaba confianza y resolución. Su independencia económica, aunque no desmesurada, era una clara declaración de su autonomía. Había labrado su sendero en campos dominados por hombres, eligiendo una carrera donde pocas mujeres se aventuraban. Las matemáticas eran aliadas, no adversarias. No sentía remordimientos por no encontrar placer en las tareas tradicionales de la cocina, y en cambio, se deleitaba en su afición por la moda de alta calidad. Su decisión de no procrear se erguía como testimonio de una convicción personal, desafiando las narrativas tradicionales de las princesas de Disney.

El destino, siempre impredecible, le otorgó un rol inesperado: madrastra. Años de representaciones distorsionadas habían creado una imagen estigmatizada de este papel. Ser poderosa e independiente parecía ser una ofensa, un pecado. Esta nueva faceta despertaba suspicacias y dudas en su círculo. Más que cualquier otra cosa, su figura evocaba en otras mujeres un reflejo de lo que podrían haber sido, de lo que deseaban secretamente pero que ellas no se permitían.

Cada uno de sus movimientos, desde la elección de un accesorio hasta la tonalidad de su maquillaje, era objeto de escrutinio en las reuniones escolares y los cafés después del horario escolar. Las miradas sigilosas y los comentarios entre dientes no eran solo juicios sobre ella; eran un espejo del conflicto interno de quienes la observaban.

Sin embargo, esta madrastra, plenamente consciente de la turbulencia que causaba, se mantenía firme en su misión. Entendía que tenía una enseñanza invaluable para impartir a la niña que ahora cuidaba. Más allá de los lazos sanguíneos, tenía una lección fundamental para compartir: toda mujer tiene la prerrogativa de forjar su propio camino, de enfrentar y vencer sus temores. A medida que esa niña creciera bajo su tutela, aprendería a ver más allá de las limitaciones que constriñen a tantas, descubriendo un mundo de posibilidades sin límites.

Y esta niña, aunque no compartiera su sangre, sería la cristalización de su legado más perdurable.

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