XI. El Exterior.

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Alejados ya desde hacía horas y con el castillo perdido de vista Marco logró enmascarar su decepción al descubrir que el campo wealthlando no eran más que kilómetros y kilómetros de un páramo recubierto por la nieve despojado de casi cualquier vida que pudiera identificar con expeción de muy contadas plantas pequeñas, flores y arbustos, de hojas azules y algunos pinos verdes. A uno de sus lados el páramo terminaba a la lejanía con montañas que se tragaban al sol al anochecer mientras que al otro lado el páramo continuaba extendiendose iluminado por un cielo más a menudo despejado que resultaba en lo más atractivo de todo al dejar ver cómo en pocos lugares de la República un basto escenario cósmico de estrellas y una luna incompleta adornada de anillos de si misma.
El elemento más sobresaliente de todos era una fenómeno aparentemente inexplicable que parecía suceder aleatoriamente en la región donde el cielo nocturno se imponía al cielo soleado pero no lo hacía en la superficie, es decir, pese a la oscuridad menguante de la tela celestial donde la estrellas se posaban en el día con la luna como mayor orbe enpequeñeciendo al sol como una estrella más pero igual reconocible, la superficie en las horas diurnas era iluminada con indiferencia del cielo permitiendo ver todo con claridad dejando la noche arriba y el día abajo.

Ver el cielo de Wealthland era hasta ahora es aspecto natural más importante que le recordaba a Marco que en esencia estaba en un mundo alienígena sin importar que y era un buen entretenimiento en las horas más silenciosas del camino.

Solían detenerse a la hora de la cena antes de dormir, a nadie le preocupaban los bandidos con un cuarto de la Corte de los Magos acompañando, y no es que hubiera muchos que pudieran vivir furtivamente en la naturaleza gélida de la zona. Se hacían fogatas con magia y se sentaban a contar a veces historias o cantar canciones y otras veces solo comían en silencio.

Marco junto a Alphonse y Sophia iban en el único carruaje que la caravana de caballos poseía. Una fina y decorada carroza de la realeza que por dentro era tan grande como un vagón de tren, pero infinitamente más lento, y tan cómodo como una pequeña casa de campo bien provista para vacacionar.

A petición de los magos, algunos, Marco solía cantar más canciones de su mundo y contar sus historias, algunas sacadas de libros antiguos o del pasado real y otras de programas de televisión y películas ligeramente modificados para funcionar. Era la mayor fuente de entretenimiento y aprendía a disfrutar la atención que estaba recibiendo. Tocaba la lira y la flauta y escribía para los magos la letra de sus canciones. Algunos incluso decían que al llegar a Gylden tenía el potencial para convertirse en un bardo, o en un bufón.

—Entonces si solías vivir muy bien con tus abuelos ¿Por qué te mudaste? —le preguntó Alphonse en la noche cuando los caballos descansaban. Observaban acostados sobre el techo del carruaje las luces tintineantes del cielo.

—Yo no lo elegí —habló melancólico pero con un tono molesto —Me obligaron, aunque, sí, supongo que estuve de acuerdo.

—No lo entiendo.

—Había pasado mucho tiempo allí, mis padres, ellos venían de ves en cuando, en realidad cuando era pequeño ellos también vivían ahí pero sus trabajos los hicieron mudarse.
Creyeron que era mejor que me quedara en Elíseo pero pasaron los años y sus trabajos ocuparon todo su tiempo. Finalmente el gobierno los amenazó con cancelar su derecho a la paternidad.

—¿Cancelar su derecho a la paternidad? —preguntó Alphonse confuso.

—Sí, veras, en mi país nadie nace para ser padre sino que se deben de hacer. Todos tenemos estás cosas en nuestro cuerpo que impiden que nos reproduscamos sin importar que, no afectan nada más en nuestro cuerpo que eso, por lo que si alguien quiere tener hijos debe de pasar las pruebas para demostrar que sería un buen padre

Crónicas De Fere: El Príncipe Y El Héroe Invocado.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora