Capitulo tres

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—¿Lo ves? Por tu culpa ahora la jefa se enojó conmigo... —exclamó la voz de una mujer.

—¡¿Mi culpa?! ¡Ja! Ahora resulta... —respondió otra vez femenina con un marcado sarcasmo—. ¿Acaso no fuiste tú la que dijo que había sido la jefa quien te dio la lista?

—O sea, sí, pero se supone que era una, no dos. —Aquella voz se escuchaba sumamente angustiada—. Tú fuiste quien las recogió, ni siquiera me dejaste ver si eran las correctas...

—¿Qué había qué ver? ¡Se aventaron por el acantilado! Obviamente era un suicidio —respondió la otra voz con fastidio—. ¿Cómo diablos íbamos a saber que no eran ellas a quienes teníamos que traer?

—Simplemente por el hecho de que eran dos personas y no una, ¿no lo crees? —respondió la primera voz, provocando un largo e incómodo silencio.

—Oye, creo que ya está despertando... —exclamó la segunda voz con sorpresa.

—¿Tan pronto? —preguntó la otra con sorpresa—. Será mejor que vayamos a avisarle a la jefa...

Cuando Anna abrió los ojos de golpe un grito ahogado intentó salir desde su interior, pero guardó silencio en cuanto se sentó en la cama sobre la que se encontraba y sintió las suaves sábanas de seda de color blanco que había debajo de ella. Rápidamente miró a su alrededor y observó los ostentosos muebles de la pequeña habitación en la que se encontraba; había un pequeño escritorio de madera y acero muy similar a los que alguna vez había observado en sus libros de historia, un amplio ropero con puertas ovaladas y cantos dorados que delimitaban las puertas y los cajones; había también una pequeña mesa de madera negra con una cubierta de cristal cortado junto a dos sillas de la misma madera decoradas con bordes dorados y dos mullidos cojines de color blanco con encaje de seda; diversas repisas daban espacio a extraños artilugios de metal brillante mientras que un enorme espejo de pared, fabricado también con madera y decorado con incrustaciones de piedras preciosas, reflejaba los destellos rojizos que se colaban a través de las delgadas cortinas blancas que cubrían el ventanal.

Aunque con la respiración pesada y una mirada de confusión, Anna no dejaba de mirar todo lo que le rodeaba  hasta que, de pronto, la puerta con forma de arco que había en el otro extremo de la habitación se abrió lentamente, provocando un ligero pero constante rechinido que se atenuó lentamente.

—Hola, qué bueno verte despierta... —exclamó la joven que, cargando una charola de plata con una taza y un sándwich encima de un plato con bordes dorados, entró a la habitación y cerró la puerta con sus caderas. Anna miró con curiosidad la piel de aquella joven de ojos castaños y nariz afilada, la cual lucía ligeramente morada; ella llevaba su largo cabello rojizo amarrado en una coleta que le llegaba casi a la mitad de la espalda, mientras que su ropa, detalle que más llamó la atención de Anna, era un leotardo escotado de color negro brillante, combinado con unas largas medias negras, zapatos de tacón altos, un corbatín de mono también de color negro, guantes blancos y unas largas orejas de conejo montadas en una diadema junto con una flor roja a manera de tocado—. Te traje un poco de comer, imaginé que tenías hambre —exclamó la joven, dejando la charola sobre la mesa. Anna tan solo la miró con cierta vergüenza y no pudo responder—. ¿Te sientes bien? —preguntó la joven, con curiosidad y sin dejar de sonreír; sin embargo, Anna no contestó—. Creo que te comió la lengua el ratón —agregó la joven, riendo ligeramente.

—¿Do... Dónde estoy? —preguntó Anna, levantándose de la cama y mirando el delicado camisón de seda de color blanco que llevaba puesto.

—Todo a su tiempo, querida. Mejor dime, ¿te duele algo? ¿Te sientes mareada? ¿Quieres vomitar? —preguntó la joven, tras acercarse y tocarle la frente con el dorso de su mano izquierda. Anna dio un ligero paso atrás sumamente nerviosa y solo respondió:

El suicidio no es pecadoWhere stories live. Discover now