Capítulo uno

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Las gotas de lluvia comenzaban a mojar la tierra árida y el pasto seco sobre la cual reposaban las lápidas del cementerio. El cielo se encontraba cubierto por diversos cúmulos de nubes grises que amenazaban con desatar una tormenta en cualquier momento mientras que el viento soplaba con delicadeza, cargando consigo una delicada sensación fría que movía las ramas de los árboles lentamente, haciendo caer las hojas al suelo.

Frente a tres fosas cavadas en la tierra gris sobre las que estaban sostenidos tres ataúdes sencillos de color café había una jovencita pecosa, de complexión delgada, con grandes ojos de color avellana, piel clara y cabello brillante como el trigo que llevaba puesto un vestido de color amarillo con detalles en color verde que lucía sucio y desgarrado. A pesar de su aparente tranquilidad, sus ojos reflejaban un profundo dolor que de pronto dejó ver a través de un par de lágrimas que escurrieron por su mejilla derecha. Aquellas fosas estaban rodeadas de grandes coronas de flores llenas de gardenias y rosas blancas que eran cubiertas por la delicada brilla que caía cada vez con más intensidad desde el cielo.

Justo detrás de Anna todos los habitantes del pueblo se habían hecho presentes; todos con miradas compasivas, suspiros y susurros que se podían escuchar como si el viento los arrastrara consigo. El llanto de algunos presentes no se hizo esperar en cuanto el padre, un hombre alto y joven vestido con su sotana y con un pequeño moretón debajo de su ojo derecho, exclamó:

—Porque como en Adán todos mueren, así que en Cristo todos serán vivificados. Le agradecemos esta esperanza para que Julián y las pequeñas Aurora y Alicia sean elevados a la vida imperecedera. Míranos con tierna piedad y compasión, concede a cada uno de nosotros el consuelo de tu espíritu. Renueva en nosotros la alegría de tu salvación, por Jesucristo nuestro Señor, que vive y reina contigo y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén...

En cuanto terminó, los enterradores comenzaron a hacer descender los ataúdes lentamente. Un silencio sepulcral se hizo presente durante unos segundos, aunque fue acallado por el amargo llanto de algunas mujeres que no pudieron contenerse más, así como por la desafinada melodía que una banda de viejos músicos norteños comenzaron a tocar:

Te vas ángel mío, ya vas a partir,

dejando mi alma herida y un corazón a sufrir.

Te vas y me dejas un inmenso dolor,

recuerdo inolvidable me ha quedado de tu amor...

Anna, en completa soledad y con los brazos cruzados, hacia lo posible para soportar el llanto, mordiendo con fuerza su labio inferior y provocando que este le sangrara ligeramente.

Pero hay cuando vuelvas no me hallaras aquí,

irás a mi tumba y allí rezaras por mi.

Te vas ángel mío ya vas a partir,

dejando mi alma herida

y un corazón a sufrir.

Cuando los ataúdes tocaron el fondo de la fosa, el padre se acercó y tras cerrar el libro que tenía entre sus manos y santiguar las tumbas con un movimiento de su mano derecha, dijo:

—La paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guarde nuestros corazones y nuestras mentes en Cristo Jesús. Amén. —después solo bajó la mirada lentamente. El llanto se hacía cada vez más intenso, provocando que los ojos de Anna se llenaran cada vez más de lágrimas.

Justo cuando uno de los sepultureros tomó la pala para comenzar a llenar las fosas, le hizo una seña a Anna para que se acercara. Ella, soltando un amargo suspiro, asintió y se acercó lentamente; se agachó frente al montón de tierra que había junto a las fosas y tomo un puñado, el cual lanzó hacia una de ellas de forma poco ceremoniosa. Ella volvió a tomar más tierra para lanzarla a las demás fosas ante la atenta mirada de todos los presentes, quienes no paraban de cuchichear entre sí.

El suicidio no es pecadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora